Gaudí:
El Último
Aliento
2ª Parte
Por: Ana María Férrin
Por segunda vez el destino de Antonio Gaudí se cruzaba con el rey
Martín el Humano. En su juventud, sobre las ruinas de Bellesguard,
el castillo medieval de ese monarca en el barrio de San Gervasio, el arquitecto
había levantado un esbelto palacete. Y ahora, cuando todo parecía
encaminarlo hacia el final de su vida, yacía en otra construcción
mandada levantar por aquel último monarca de Cataluña, el
que donó 10.000 sueldos para mano de obra y la arena reunida frente
a las Atarazanas, mas un corte de la cantera de Montjuïc que tenía
destinado para construirse un palacio. Fue un legado del señor
de Cataluña y Aragón para que Barcelona dispusiera de una
institución hospitalaria de acuerdo con la grandeza de la ciudad
pionera del Mediterráneo:
...a diset
dies del mes de abril de lo any de la Nativitat de Nostre Senyor, 1401
[atestigua el Real Decreto guardado en los archivos del centro],
fo edificat e comensat lo espital de la Santa Creu, e lo edifici del
cual lo molt alt e molt excelent Princep e poderos Senyor lo Senyor
en Martí, per la gratia de Deu Rey daragó, ara benaventuradament
regnat, posá la primera pedra...
Hasta el definitivo
traslado en 1930 de sus servicios al Hospital de San Pablo, el antiguo
centro pasó por financiaciones de lo más originales. Entre
otras medidas, se creó un cuerpo de recaudadores, els baciners
de la Creu, enviados a recorrer los pueblos recogiendo los donativos
que les depositaban en una bacina, sustituida más tarde por un
cepo limosnero, ayudándose con la organización de rifas
e impuestos a las compañías de actores, a los que proporcionaban
espacios donde actuar, y acabando por ser propietario y administrar el
Teatro Principal en las Ramblas barcelonesas, cuyos beneficios pasaron
a proveer el funcionamiento hospitalario ayudado siempre por los legados
testamentarios, de los que el Hospital de la Santa Cruz había sido
tradicionalmente uno de los destinos preferidos.
Llegada la mañana
del 8 de junio, escobones y mangueras barrían las flores y hojas
desechadas por las floristas de la Rambla. El inmenso pulpo del mercado
de la Boquería desparramaba su vitalidad por las 56 callecitas
adyacentes y alcanzaba la trasera plaza de la Garduña. Al griterío
de arrieros y vendedores contestaban las gaviotas que lanzaban su olfato
al olor de las cocinas del cercano hospital. La sonata del verano extendía
sus notas por el barrio del Raval.
Tras la ventana
entreabierta, tan meticulosamente atendido como el más importante
de los pacientes, un semiinconsciente Gaudí estaba siendo examinado
por los especialistas traumatólogos del centro, los doctores Trenchs
y José Homs Mogas. El riguroso reconocimiento iba confirmando la
impresión inicial. Cada vez que se le palpaba el pecho el enfermo
se quejaba, el tacto confirmaba la rotura de varias costillas. Rostro,
piernas y pies presentaban heridas y se le diagnosticó conmoción
cerebral con posible fractura de la base del cráneo. El conjunto
de lesiones redondeaba un pronóstico de suma gravedad.
Los diarios vespertinos del martes 8 recogieron el suceso y extendieron
la noticia. Numeroso público se acercó hasta el centro y
se aglomeró en la entrada y los pasillos. Los coches de caballos
entraban y salían por las calles del Carmen y del Hospital llevando
y recogiendo a las autoridades. El obispo Miralles, el alcalde Barón
de Viver, los presidentes de la Diputación y la Corporación
Provincial cambiaban impresiones con Francesc Cambó por su doble
calidad de político y amigo del accidentado. Los familiares de
Gaudí, llegados de Reus, conversaban con los primos Gaudí
del barrio de Gracia.
Toda la escala
social de la arquitectura desfiló por el antiguo edificio. Cada
componente tenía sus razones para acudir a la cita. Los estudiantes
y admiradores que habían acompañado la soledad del maestro
en los largos tiempos del abandono se encontraban en el mismo espacio
con las figuras consagradas y los secundarios que siempre aspiran a un
buen contacto. Los vendedores del mercado, los artesanos, la gente de
la calle, se unían al cortejo de visitantes formando un mosaico
de interesados por Gaudí, que no pasó desapercibido a los
políticos. El tirón popular del ermitaño de la Sagrada
Familia se hizo evidente y poco después apareció por el
hospital el alcalde, seguido de un enviado muy especial, el jefe de ceremonial
del Ayuntamiento, interesado en saber si la muerte de Antonio Gaudí
era inminente.
Horas antes, después
de la visita de mossèn Parés en la madrugada, el
doctor Prim se apresuró a comunicar la noticia a la dirección.
Muchas piezas se habían movido bajo las venerables piedras medievales
entre la salida de los amigos del arquitecto que lo habían localizado
y su vuelta al recinto sobre las nueve de la mañana. Como consecuencia,
cuando el médico interno Josep María Goñi llegó
antes de las ocho ya se le había diagnosticado a Gaudí conmoción
cerebral y diversas fracturas, y el doctor Trenchs le curaba las graves
lesiones de la parte superior derecha.
El doctor Josep
Trueta i Raspall tenía 29 años y ya estaba encargado por
el doctor Manuel Corachán García -director de cirugía
del hospital- del departamento de la Inmaculada o de Distinguidos, llamado
así porque por una pequeña cantidad los pacientes ocupaban
una cama con la cabecera contra la pared a uno y otro lado de la sala,
lugar más espacioso, ya que faltaban las otras dos hileras de camas
adjuntas, que era la distribución tradicional de las salas generales.
Junto a la sala
de la Inmaculada existía una pequeña habitación con
un único lecho que oficiaba a modo de UVI elemental. Allí
se ingresaba a enfermos que precisaban una gran atención y seguimiento,
ya fuese por su relevancia, gravedad, o tras alguna intervención
especialmente complicada. Aquel día la estancia estaba ocupaba
por un tal señor Pubill, un gitano de Mataró que pasaba
en aquella cámara individual el posoperatorio de una avanzada intervención
de colostomía termal efectuada por Manuel Corachán, según
una técnica propia que mejoraba la higiene y, si cabe, la estética
final de la operación. Consistía en aplicar una pinza blanda
no directamente sobre el colon, sino sobre un revestimiento cutáneo
construido al efecto, con el resultado práctico de poderse regular
la expulsión del contenido intestinal. Lo que sucedió a
continuación lo recordoba Josep Trueta en sus Fragmentos de
una vida:
...cuando llegué
al hospital sobre las ocho de la mañana ya se sabía que
el accidentado era Antonio Gaudí y las visitas empezaban a menudear...
(como sólo disponíamos de una salita individual) el único
recurso para colocar (privadamente) al arquitecto era trasladar a la sala
general al "bon vellet" gitano, que ya se encontraba en unas
condiciones bastante buenas y ocupaba la habitación por indicación
del doctor Corachán. Instalamos en la salita a Gaudí...
(Dos médicos notables, Corachán y Trueta, que en plena Guerra
Civil se vieron empujados al exilio para salvar la vida. Manuel Corachán
acababa de ser nombrado en 1936 el primer conseller de Sanidad que tuvo
la Generalitat y ese simple motivo político determinó que
pasara años viviendo en Venezuela y otros países hispanos,
donde ejerció diversos cargos y un magisterio que ha dejado aún
hoy el término corachanear convertido en sinónimo
de sutura. El principal motivo del exilio de Josep Trueta saltó
en el Congreso de Bruselas. Allí descubrió a la comunidad
internacional, mediante sus fotografías, el testimonio de las graves
heridas por metralla sufridas por los habitantes de Barcelona en momentos
en los que Franco negaba la realidad de los bombardeos sobre la ciudad.
Durante el largo exilio en Oxford, sus aportaciones a la Medicina en el
revolucionario tratamiento de las fracturas abiertas estuvieron a un paso
de otorgarle el Premio Nobel).
No era la primera
vez en la vida de Gaudí que se entremezclaba el colectivo gitano,
un punto curioso si tenemos en cuenta que entre los oficios de la rama
paterna del arquitecto abundaban los caldereros y vendedores ambulantes,
dos actividades tradicionalmente gitanas. A principios del siglo XX, al
decidirse a componer el grupo escultórico La huida a Egipto
para la Fachada del Nacimiento, Gaudí le compró a una anciana
la burra con que diariamente la veía recorrer el barrio de Sant
Martí dels Provençals cargando en las alforjas para su venta
la terra d'escudella, arena con la que tradicionalmente se restregaban
en Cataluña las cazuelas para su limpieza. Decidido a sacarle un
molde al animal, hizo llamar a un vecino esquilador del barrio, un gitano
del que se ignora el nombre, aunque con toda seguridad formaba parte de
alguna de las diez familias de esa etnia que ya figuraban en el censo
de 1866 en Sant Martí, todas empadronadas con el oficio de esquiladores.
Los apellidos Batiste, Berengué, Cortés, Flores, Giménez,
Malla, Penitoya y Pubill, emparentados entre sí, tenían
acreditada su pertenencia al barrio, avalados, cuando así lo requerían
las autoridades, por comerciantes y vecinos. Aún en 1988 quedaban
en ese enclave 60 familias gitanas, de las cuales 16 eran de ascendencia
húngara, los kalderash, dedicadas a la profesión
de la calderería.
Continúa
|