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Gaudí: El Último Aliento 5ª Parte Por: Ana María Férrin Los doctores Bravo Moreno y Trías practicaron la autopsia, tras la cual redactaron el siguiente informe:
A continuación el doctor Basas procedió a embalsamar el cadáver por el procedimiento Aeternitas, invención del químico badalonés Joan Vila Francisca, que consistía en sellar la caja interior de cinc del ataúd extrayendo el aire para en su lugar inyectar un gas que conservaba el cuerpo en un estado similar al del día de la muerte. Presumiblemente este método dejó de ser utilizado a raíz de algunos fracasos, entre ellos la explosión de un sarcófago. En el caso de Gaudí el éxito acompañó a la operación, como pudo comprobarse 13 años después en la apertura de su tumba. El gobernador Milans del Bosch manifestó a los periodistas que acababa de transmitir a la Junta de Obras la autorización por Real Orden del enterramiento de Gaudí en la cripta del templo al que había dedicado su vida. Probablemente, de no haber dado sepultura al arquitecto en ese lugar sagrado, su cuerpo hubiera sido depositado en el nicho familiar n° 1.756, Isla Ia, Dep. Io, del barcelonés cementerio del Poble Nou. Por ello hay que alegrarse de que su destino fuese la Sagrada Familia, pues en febrero de 1994 los restos de buena parte de los Gaudí-Cornet —su padre, dos hermanos, dos tíos y su única sobrina— fueron arrojados a una fosa común por no abonarse el alquiler de la tumba desde la muerte del arquitecto. Como en el caso de Mozart, el cuerpo de Gaudí pudo acabar en macabra mezcla con los de tantos olvidados, sin evitarlo el río de beneficios que su obra proporciona desde hace lustros a las diferentes administraciones que han ido sucediéndose. Y llegó el instante clave en que la ausencia del reconocimiento oficial
que había marcado la vida del arquitecto Gaudí se modificó temporalmente
con un intermezzo. El poder puso su reloj en hora a la vista de la respuesta popular, pasando
incluso por encima de la voluntad escrita del difunto, donde especificaba que no quería
pompa alguna en su entierro. Los mismos adoquines que habían gastado sus suelas de cáñamo
y goma fueron golpeados por los cascos de las cabalgaduras de la Guardia Urbana, acompañantes
del séquito mortuorio, si bien los agentes no vistieron sus trajes de gala. Las consignas
de la Junta del templo trataron de conjugar en el último momento los deseos del fallecido
con las expectativas de los diferentes estamentos al redactar esta disposición: A las cinco de la tarde del sábado 12 de junio el féretro salía
del Hospital de la Santa Cruz depositado en una carroza sin laterales, a la federica, cubierto
por el paño mortuorio diseñado por Buenaventura Bassegoda Amigó para la Asociación
de Arquitectos y tirado por un tronco de caballos negros. Las cintas que pendían del féretro
eran portadas por profesionales cercanos al difunto, entre ellos el maestro Lluís Millet,
que abandonó su lugar a mitad del trayecto para organizar el Réquiem de la Sagrada
Familia dirigiendo al Orfeó Cátala. Los alcaldes de Barcelona y Reus estuvieron
al frente durante todo el trayecto. “Nada de coronas” decían que habían dicho las autoridades. Pero las floristas de la Rambla, las vendedoras del mercado de la Boquería y los vecinos anónimos arrojaban flores al paso del ataúd. Los tenderos echaban el cierre y permanecían parados respetuosamente ante sus comercios; los tranvías quedaron inmovilizados por el gentío que se apretujaba a ambos lados del cortejo, cubiertos todos ellos por el sombreado de cientos de pájaros volando sobre los árboles de las Ramblas, en orden rítmico marcado por el bronce de los campanarios del barrio antiguo de Barcelona. Precedida por la élite religiosa y seguida de las fuerzas vivas representadas, la carroza rodaba por las calles acompañada por los familiares del difunto, los miembros de la Junta Constructora de la Sagrada Familia y algunos nombres conocidos, como el arquitecto Puig i Cadafalch, el escultor Llimona, los pintores Utrillo y Opisso... Basta un repaso a las hemerotecas para que lo sucedido en esa fecha, 12 de junio de 1926, dispare un interrogante: ¿Cómo se explica una reacción tan potente que incluso arrastró a las autoridades? Pues de no ser por el desgraciado accidente, Gaudí hubiera continuado su vida de paria distinguido, llamando a las puertas, acompañado por Josep Maria de Dalmases, en busca de la limosna necesaria para continuar la Sagrada Familia ante la indiferencia de la élite civil y religiosa. Además, Antonio Gaudí no era un personaje mundano, raramente aparecía en actos públicos, tampoco brillaba por su elegancia social y para los desconocidos pasaba por ser raro, huraño. El cómo se había ganado el cariño y respeto de sus conciudadanos no estaba regido por la lógica, pero sí quizás por las leyes del olfato popular que cada persona se traza para no compartir con nadie. Gaudí había conseguido entrar con su ejemplo de esforzado trabajador en lo más profundo del alma ciudadana hasta instalarse en el nervio íntimo del hombre común, el que sigue adelante sin esperar más recompensa que su propia estima. De ahí que la catedral se llenara de menestrales del barrio gótico con sus gorras en la mano tanto como de elegantes caballeros del Ateneo vestidos con impecables levitas, juntos, siguiendo el responso entonado por la capilla catedralicia de música dirigida por el maestro Sancho Marraco. Los alumnos de la Escuela de Arquitectura portaron a hombros el féretro a la entrada y a la salida de la ceremonia. Allí donde se despedía el cortejo de las autoridades para continuar en reducido número su camino hasta el templo de la Sagrada Familia, la muchedumbre que esperaba en silencio rompió en aplausos y a continuación tomó la iniciativa de añadirse a la comitiva, formando una impresionante e inesperada escolta afectiva que no abandonaría a Gaudí hasta dejarle en su último destino.
Prensa (8-15 de junio de 1926)
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