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Gaudí: El Último Aliento

1ª Parte

Por: Ana María Férrin


La costumbre de Antonio Gaudí en su regreso nocturno a la Sagrada Familia lo situaba en la parada de tranvías de la barcelonesa plaza de Urquinaona alrededor de las 21.45. Siempre metódico se dirigía al quiosco, adquiría su diario habitual, La Veu de Catalunya, a veces compraba algún bollo y entre lectura y mordiscos al dulce discurría el trayecto que lo dejaba en su destino sobre las diez de la noche.

Pero el 7 de junio de 1926 eran las 22.30 y la rutina sufría un vuelco. Desde el mes de octubre anterior, la esposa del vigilante de las obras del templo tenía a su cuidado las comidas y la limpieza del estudio, convertido también en hogar del arquitecto catalán. El matrimonio le esperaba para servir la cena y la tardanza empezó a inquietarles.

- Quizás esté hablando con moceen Gil Parés -se dijeron sin mucha convicción.

Un creciente nerviosismo acabó empujando al empleado hacia la residencia del sacerdote, situada al otro lado del solar de las obras junto a las oficinas de Gaudí . Eso debía ser, se habrían encontrado y charlando, charlando... Con esa idea intentaba distraer su preocupación, porque algo le decía que en una persona tan quisquillosamente puntual la simple suposición de un retardo caprichoso estaba fuera de lugar.

Mossèn Parés se sorprendió ante la visita del guarda y estuvo de acuerdo con su alarma. De haberse retrasad, sólo una avería del tranvía o una accidente podían ser la causa. U otra detención, y acudía a su recuerdo la sufrida por Gaudí el 11 de septiembre de 1924, cuando se negó a hablar en castellano con unos guardias.

Decidieron esperar un corto espacio de tiempo tras lo cual el mossèn dispuso quedarse a la espera por si Gaudí acababa apareciendo, y envió al trabajador en un taxi a recorrer las Casas de Socorro que punteaban el itinerario habitual del arquitecto. En el segundo dispensario que visitó, el de la Ronda de San Pedro, nº 37, recordaban haber atendido sobre las siete de la tarde a la víctima del atropello de un tranvía.

- No, no sabían su nombre (los datos del registro se escribieron más tarde) ... Lo trajo Ramón Pérez Vázquez, el guardia civil que lo auxilió... Sí, sí, era un anciano...Sí, tenía aspecto de mendigo, con barba blanca, estaba muy grave y lo enviaron al Hospital Clínico...!Ah! Y llevaba los Evangelios en un bolsillo.

El enviado volvió a la Sagrada Familia con la certeza de que la semblanza recogida no dejaba dudas. Moceen Parés estuvo de acuerdo y partió en el mismo taxi, que retomó el camino para recoger de paso al ayudante de Gaudí., Doménech Sugranyes. Juntos se dirigieron al Hospital Clínico para recibir una primera impresión alarmante. En la recepción les dijeron que no habían recibido ningún herido. Sólo figuraba una entrada, se trataba de un fallecido de sexo masculino.
La esperanza de encontrarlo con vida se derrumbó. Aún así, la posibilidad de un error se abrió paso en sus ánimos haciéndoles apurar una última comprobación.

- Queremos ver al difunto- insistieron.

Eran más de las once de la noche y el celador, de mala gana, les acompañó al depósito. Allí, sobre una mesa de mármol de la sala de autopsias, yacía un cuerpo sin vida cubierto por una tela blanca. Fue mossèn Gil quien destapó el rostro del cadáver para descubrir que no era Gaudí. La alegría de los dos hombres duró poco para dar paso a la angustia: si no había llegado a su destino, ¿dónde podía estar? El mismo sanitario que les había acompañado a la morgue apuntó otra posibilidad.

- Vuelvan a llamar a la casa del Socorro. Quizás haya surgido un contratiempo.

Pero la llamada no añadió luz alguna. Insistían en que el accidentado había salido hacia el Hospital Clínico, ésos eran los únicos datos que podían facilitar. El celador del Clínico volvió a levantar sus ánimos con una nueva sugerencia:

- El otro destino para los heridos traumáticos es el Hospital de la Santa Cruz. Quizás está ingresado allí...

Cerca de la media noche paraba frente ala fachada del hospital, en la calle del mismo nombre, el taxi que llevaba a los dos amigos en su angustiosa búsqueda. Una vez en el patio, al entrar en el recinto dedicado a los pacientes varones, situado en el ala derecha del edificio, la pregunta se formuló una vez más:

- ¿Han traído al arquitecto Antonio Gaudí, que ha sido atropellado?

No, nadie sabía nada. La escena parecía una copia de la vivida en el primer hospital. La paradoja de que un profesional tan cumplidor apurase sus últimos alientos de vida dando bandazos entre la ineficacia burocrática hizo que la tristeza sentida por mossèn Parès diera paso a una explosión de energía. Exigió que se presentara el médico de guardia, el doctor Joan Prim Rossell, quien respondió a sus preguntas.:

-¿Antonio Gaudí el arquitecto? No está aquí. Si se encontrara ingresado todo estaría revuelto y lleno de periodistas. Y desde luego, yo lo sabría.

La paciencia del sacerdote había llegado a su límite y no soportaba más . Psuso su tono a la altura de las circunstancias , casi gritándole:

- ¡Y tanto que está aquí! Está aquí y, sin embargo, usted ni se ha enterado. ¡Haga el favor de comprobarlo inmediatamente!

La seguridad con que mossèn Parés exigía la confirmación de la respuesta hizo dudar al médico. Después de todo no era responsabilidad suya; la hora de esa entrada correspondía al turno anterior y él aún no había pasado la visita a las salas. Gaudí no constaba en el registro como ingresado, pero el centro estaba situado en una zona portuaria con frecuentes heridos por robos y peleas y el número de urgencias era abundante. En ese contexto la admisión rápida de un herido grave podía haber pasado inadvertida.
Una consulta las religiosas que atendían a los enfermos les informó de que efectivamente, sobre las ocho de la tarde, una ambulancia había traído ala víctima de un atropello. Un hombre muy mayor, posiblemente un mendigo. Estaba instalado en la cama nº 19 de la sala de Santo Tomás, donde se atendía a los heridos traumáticos. La religiosa añadió:

- Llevaba la ropa sujeta por imperdibles.

Los dos hombres cruzaron las miradas: no había necesidad de más datos para apresurarse con el médico en busca del paciente. A medida que se adentraban por los pasillos, el escándalo del barrio se amortiguaba en una mezcla de rezos, gemidos , dolor y remedios convertidos en olores que flotaban en torno a la penumbrosa sala. Blancura de sábanas y colchas, blancos los hábitos de las religiosas de la Santa Cruz que se movían entre las cuatro hileras de lechos.

Allí estaba, en la cama número 19, junto a la 18, donde el mendigo que había servido de inspiración a Gaudí para La muerte del Justo dejó este mundo años atrás confortado por la caridad del arquitecto. Inconsciente bajo la estación del Vía Crucis de la cabecera que mostraba a Jesús cargando con la cruz, Antonio Gaudí no reconoció a los recién llegados ni su apariencia daba la sensación de que le hubieran prestado grandes auxilios. Su estado parecía gravísimo y así lo corroboró el doctor Prim tras una primera exploración. Le dejaron atendido en manos del médico, pero al salir del hospital la tristeza se había apoderado de los visitantes. La luna se posaba en el patio y vestía de blanco el pozo y la exquisita cruz barroca. Mossèn Parés miró su reloj. Ya era la madrugada del 8 de junio.

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