Mientras tanto,
la ciudad ardía en proclamas revolucionarias y mítines
sindicalistas. Onax Capdevila, temeroso de las revueltas inevitables
que se anticipaban, tenía urgencia por desaparecer. Presuroso,
pero siendo lo bastante cauto como para intentar no levantar sospechas,
comenzó a vender algunos inmuebles en las afueras, aunque fuese
lógico pensar que no era el momento más propicio. Qué
lejos quedaban ya los días, en que él mismo anduviera
a la cabeza de estas revueltas ideológicas. Pero con el paso
del tiempo había logrado desligarse de todo aquello, lavando
su imagen con una apariencia de hombre distinguido y respetable, al
que ninguna relación con este pasado subversivo se le pudiera
reprochar. Los infaustos compañeros que habían compartido
aquellos días con él (a excepción de Eduard Torrent,
claro está), habían sido fusilados o finalmente habían
muerto en la cárcel víctimas de cualquier enfermedad
contagiosa, por lo que no quedaban testigos de aquellos años.
Al menos eso pensaba él, y aún en el caso de que alguno
siguiera vivo, era poco probable que fuese capaz de reconocer a aquel
escuálido y escurridizo muchacho de entonces en el poderoso
hombre en que Capdevila se había convertido.
Onax, convencido del dominio y la salvaguardia que le otorgaba el
dinero no temía ser víctima de un chantaje, ya que estaba
seguro que nadie en su sano juicio osaría enfrentarse a él.
Sin embargo, tan confiado como estaba de su invulnerabilidad, se le
paso por alto, que la mujer que un día fuera el objeto de todos
sus deseos, acababa de ser puesta en libertad.
Palmira Sirvent, amante intermitente de Onax Capdevila, desde el día
que le conociera, hasta el aciago día que la encerraron, veía
su imagen reflejada en los escaparates de las ramblas. Resultaba terrible
comprobar los estragos que unos años de abandono habían
causado en su persona. Su bello rostro, que siempre había despertado
las envidias de las meretrices que trabajaban junto a ella, aparecía
visiblemente ajado, casi mortecino, después de varios años
de encierro, apenas disfrutando de la luz solar unas pocas horas al
día. Y la sensualidad de su figura, que tantos éxitos
le proporcionara con los hombres, se había transformado en
un montón de huesos, cubiertos por una fina capa de piel, casi
transparente.
Durante el tiempo que había pasado privada de libertad, había
tenido oportunidad de descubrir una amalgama de sentimientos hasta
la fecha desconocidos para ella. Había conocido la rabia, la
impotencia, el desánimo y la lástima, entre otros. Mil
funestas ideas habían rondado por su cabeza. Al principio,
no todo era tan malo. Las primeras semanas Onax, por mediación
de don Bruno, le hacía llegar cartas, comida, algo de dinero;
pequeñeces. Pero según fueron transcurriendo los meses
problemas más acuciantes conseguirían que fuera olvidándose
de ella.
Palmira, por el contrario, en ningún momento había podido
olvidar a Onax. Siempre, de una u otra manera, había estado
en sus pensamientos, alimentando primero su rabia, una rabia áspera
y amarga, de pensar que estaba en esa situación por protegerle,
y que él, egoísta y arrogante, sin dar valor alguno
a sus actos, se había atrevido a dejarla allí, abandonada
a su suerte, sin ningún miramiento. Después, la rabia
daría paso a la impotencia de saberse encerrada injustamente,
y a la certeza de que nada de lo que hiciera podría remediarlo.
Luego sería el desánimo el que haría mella en
su ánimo, para terminar compadeciéndose de sí
misma, hundida como mujer y como ser humano, en la más absoluta
de las miserias.
Pero ahora, todo aquello estaba pasado, de nuevo estaba en la calle,
libre, y era necesario olvidar todas las humillaciones padecidas,
las injusticias y las soledades que marcaran sus días de presa,
si es que quería salir adelante. Y claro que quería.
Tenía que reunir el valor suficiente para mirar, aunque sólo
fuera una última vez, a Onax Capdevila. Necesitaba mostrarle
todo el desprecio que había sido capaz de acumular durante
estos años. Aunque Palmira sabía de sobra, que en cuanto
volviera a tenerle cerca, volvería a hacer lo mismo de siempre;
arrastrarse a sus pies, implorando un perdón innecesario y
mendigando unas migajas de su cariño, como un pobre animal
desvalido. Siempre fue así. La suya había sido una relación
turbulenta desde el principio; amor y odio a partes iguales. Y no
cambiaría jamás. A no ser que para bien o para mal,
uno de los dos abandonara este mundo.
Joaquina Caballol (a pesar de que los americanos hacía ya tiempo
que se habían marchado), seguía visitando de cuando
en cuando las obras de la Sagrada Familia; acompañada eso sí,
en ocasiones por algunas amigas y otras veces por su propia hermana,
quien sentía una gran curiosidad por descubrir de primera mano
lo que la pequeña le había ido relatando en los meses
anteriores.
Todos los que trabajaban en el templo la conocían de vista;
tanto los ayudantes de Gaudí, como los humildes operarios,
y todos agradecían por igual las visitas de la risueña
joven, ya que por algunos momentos, su inocencia y su frescura les
apartaba de la dura realidad cotidiana en la que se encontraban inmersos.
Trabó cordial amistad con artesanos y artistas. De esta sencilla
manera, un buen día, un jovencísimo escultor (poco mayor
que ella misma), alentado por la ingenuidad de la edad, y quizás
con ánimo de impresionarla o tal vez de hacer méritos
para que Gaudí pudiera apreciar su talento, le pidió
permiso para modelar su figura. Quería que le sirviera de inspiración
para representar a un bello ángel, con la intención
de incluirlo después en la imaginería del templo.
Al escuchar esta petición, Joaquina no cabía en sí
de gozo. Nunca habría podido soñar con algo semejante.
¡Su propio rostro en la Sagrada Familia! Se sentía emocionada;
tan importante, y tan adulta a la vez . . . Ni corta ni perezosa correría
a contárselo a su madre, que al enterarse de la noticia, poco
faltó para que se desmayara. Gracias al férreo dominio
de su voluntad, virtud de la que siempre hiciera gala, Pepeta Moreu
supo mantener la compostura.
Como era previsible, una vez recuperada de la primera impresión
decidió que las cosas habían ido demasiado lejos y que
debía tomar cartas en el asunto de una vez por todas. Había
sido demasiado permisiva con el tema de los americanos, pese a que
su sentido común le indicaba lo contrario, y ahora se encontraba
con una situación por decirlo así, no demasiado halagüeña.
Aunque no era ninguna mojigata; por todo lo que le había tocado
vivir podía considerarse una mujer de mundo. Y no se escandalizaba
fácilmente, como ocurría con otras damas de su entorno,
que gustaban de jugar con las falsas apariencias y la doble moral.
Para Pepeta, estas actitudes, sencillamente no casaban con su forma
de ser.
Nada deshonroso había en la propuesta recibida por su hija
para posar como modelo en la representación de una figura celestial
(ella misma consideraba a su pequeña poco menos que un ángel),
pero no le parecía adecuado que una criatura tan joven, con
tan poca experiencia de la vida, anduviera de acá para allá
dejando que la fotografiaran, rodeada de hombres, y previsiblemente
ligera de ropa, por mucho que el objetivo a conseguir se tratara de
una creación artística.
Para Joaquina, la negativa rotunda de su madre a darle el consentimiento,
ni que decir tiene que fue un disgusto horroroso. Por varios días
se encerró en su habitación, sin querer hacer caso a
nadie, sin hablar, sin comer, sin preocuparse siquiera de lavarse
o cambiarse de ropa.
¡Qué le vamos a hacer! - Decía Pepeta para sus
adentros. - Son cosas de crías, ya se le pasará. Con
el tiempo, sabrá darme la razón, y comprender que actúo
de esta forma por su bien.
Estos pensamientos martilleaban su cabeza, mientras tomaba al fin
la decisión de dirigirse, nerviosa, al templo de la Sagrada
Familia. Todos los años transcurridos, haciendo gala de una
enorme discreción, había evitado encontrarse directamente
con Gaudí, sin otro motivo que intentar sortear una situación
ligeramente violenta para ambos. Pero ahora, tal y como estaban las
cosas, y después de intentar apaciguar los ánimos de
su niña, Pepeta pensaba que su deber de madre le obligaba de
alguna manera a personarse allí para, en nombre de su hija
(que obviamente no tenía intención alguna de hacerlo),
declinar amablemente el cortés ofrecimiento.
La visita de la señora Moreu pasó bastante desapercibida
dentro del caos controlado que eran las obras. La mayoría de
los colaboradores de Gaudí, más jóvenes que él,
desconocían cualquier episodio referente a la vida personal
del arquitecto o a su pasado, por lo tanto, cuando Pepeta llegó
al templo pidiendo entrevistarse con don Antoni Gaudí, nadie
encontró nada raro en su solicitud. Después de rogarle
que esperase unos momentos, la hicieron pasar al estudio donde él
se encontraba trabajando. Gaudí en un principio, no acertó
a descubrir de quien se trataba. Sólo cuando Pepeta se incorporó,
retirándose ligeramente el sombrero y pudo mirarle directamente
a los ojos, reconoció en ella a la mujer de la que años
antes había estado profundamente enamorado.
Entonces, despidiendo bruscamente a los ayudantes que se encontraban
trabajando con él, se quedó por primera vez desde hacia
tantos años, a solas, cara a cara, con el que fuera su amor
de juventud; Josefa Moreu.
Gaudí no estaba enterado de la proposición que el joven
Matamala realizara a Joaquina, por lo tanto no acertaba a imaginar
que cuestión podría haberla llevado hasta allí,
después del tiempo transcurrido sin que existiera contacto
alguno entre ellos dos. Pero Pepeta no tardaría en ponerle
al corriente. La incómoda conversación mantenida entre
ambos, dilatada por espacio de más de una hora, quedaría
retenida para siempre entre aquellas cuatro paredes, sin que nadie
supiera nunca que preguntas o que reproches pudieron hacerse.
Al prolongarse tanto el encuentro, los colaboradores empezaron a intercambiar
comentarios y suposiciones entre ellos, acallados inmediatamente en
el momento que Gaudí, silencioso y visiblemente afectado, salió
a acompañar a la señora hasta la entrada, para despedirla.
Ninguno de ellos (ni siquiera Berenguer), al encontrarlo de esa manera,
taciturno y apesadumbrado, fue capaz de atreverse a preguntarle nada.
Gaudí, momentos después, una vez que Pepeta se hubo
marchado, se despidió apresuradamente, y con la excusa de que
deseaba pasear un rato, encaminó sus pasos hacia la ciudad
vieja, hasta el oratorio de San Felipe Neri, donde esperaba encontrar
la serenidad de espíritu que en esos momentos necesitaba.
Varios días más tarde, una vez que su ánimo se
tranquilizó, llamó al obrador a Joan Matamala, el hijo
de Lorenzo, el maestro escultor, que trabajaba en la Sagrada Familia
realizando las más variopintas labores, bien en la administración
o como aprendiz en el oficio de su padre, que era a lo que el joven
verdaderamente deseaba dedicarse. Contrariamente a lo que hubiera
podido esperarse, Gaudí no hizo comentario reprobatorio alguno
de su conducta, unicamente se interesó por los planes y las
metas que este deseaba alcanzar en su futuro laboral. Tan solo al
final de la distendida reunión, cuando Matamala hijo se disponía
a incorporarse de nuevo a sus tareas, le comunicó, casi de
pasada, que la señorita Joaquina Caballol, debido a una repentina
indisposición, y lamentándolo sobremanera, no podría
prestarse a ejercer como modelo para las figuras del templo.
Joan Matamala avergonzado, no tardaría en darse cuenta que
su iniciativa en absoluto había sido del agrado del arquitecto.
La lección aprendida se le quedaría grabada de tal manera,
que con el devenir de los años, siendo ya escultor, tendría
la ocurrente idea de hacer un busto a Gaudí, pero conociendo
la oposición que don Antoni sentía hacia estos temas
no le quedo más remedio que ir tomando a escondidas apuntes
del natural, por lo que lógicamente, cuando la figura estuvo
terminada tuvo que mantenerla oculta.
. . .
Onax Capdevila
no pudo evitar que una mueca de sorpresa le delatara cuando Palmira
acudió a su encuentro. Enterado al fin de su liberación,
había ordenado que fueran a buscarla. La vio bajar del vehículo,
trastabileando, apoyándose insegura en el brazo de don Bruno,
que animosamente le ayudaba a caminar. Le parecía más
indefensa que nunca, la mujer más desdichada del mundo. El
resultado del sacrificio realizado se apreciaba de manera tan evidente
en su persona, que ni siquiera alguien tan endurecido como él
pudo sustraerse al desacostumbrado sentimiento, mezcla de culpa y
dolor, que removió su anestesiada conciencia.
A su manera, la había querido más que a ninguna otra
persona, pero no había sido capaz de demostrárselo.
Era consciente de que el único culpable del lamentable estado
en que ella se encontraba, era sin lugar a dudas él.
De forma fugaz, en un instante, fue capaz de percibir el profundo
sufrimiento que Palmira había asumido durante toda su condena.
Y se prometió, como nunca antes lo hubiera hecho, que arriesgaría
todo su empeño y su fortuna en conseguir que el espejismo que
tenía delante volviera a convertirse en la increíble
mujer que conociera tiempo atrás.
De esta manera, nuevamente bajo su protección, Palmira Sirvent
empezaría a recuperarse durante los meses siguientes del mal
trato y las vejaciones sufridas en prisión.
Alojada en "Villa Corina" (hotelito sencillo y discreto
que Eduard Torrent le había procurado a las afueras de Sitges),
dejaba pasar los días sin más preocupación que
dar largos paseos por la orilla del mar, tomar un poco el sol, y de
vez en cuando recibir las visitas de Onax, que con frecuencia se acercaba
hasta allí, desde Barcelona, para visitarla.
Al principio, esta vida tan reposada y tranquila le parecía
un regalo de Dios, pero según fueron pasando las semanas y
después los meses, empezó a sentirse de nuevo recluida.
Algunas veces tenía la impresión de que su situación
no había cambiado tanto. El entorno que la rodeaba era totalmente
diferente; lógicamente bastante más acogedor y más
alegre. Sin embargo, en algunos momentos le asaltaba la angustiosa
sensación de que sus vigilantes no habían hecho más
que cambiar de nombre y de aspecto, y que aunque su trato era sin
duda mucho más agradable, no ocultaba la verdadera situación.
Ella aún se sentía custodiada.
Capdevila, en cualquier caso, se había mantenido fiel a su
palabra. En ningún momento se había desentendido de
ella, más bien lo contrario; se ocupaba en demasía,
desviviéndose, mostrando una faceta de su personalidad que
la mayoría de las veces había intentado ocultar a los
demás. Hacía lo posible y lo imposible para que Palmira
se encontrara bien, intentaba disponer las cosas a su gusto, proveerla
de todo aquello de lo que había carecido los últimos
años. Por todo esto, ella aunque silenciosa, se mostraba sumamente
agradecida. Sabía que su situación, en el caso que Onax
no hubiera mostrado intención alguna por ayudarla, podía
haber sido muy diferente. Entonces acudían a su mente desgarradoras
imágenes de mujeres muy parecidas a ella misma; mujeres solas,
que vagabundeando por las calles malvivían, condenadas a realizar
las más abyectas bajezas con tal de sobrevivir.
Pese a todo, en uno de sus habituales encuentros, Palmira se atrevería
a poner a su amante al corriente de sus cuitas. Este intentó
tranquilizarla, asegurándole que su reclusión era algo
pasajero. Su intención era organizar las cosas de tal manera
que pudieran marcharse los dos lejos de allí, donde nadie les
conociera ni les recordara el pasado, para empezar juntos una nueva
vida.
Poco sabían entonces, que los siniestros acontecimientos que
tendrían lugar en Barcelona en julio de ese mismo año
iban a precipitar su marcha, desembocando en una rápida huida,
algo que ninguno de los dos había previsto.
El año que empezaba sería, desgraciadamente, uno de
los más terribles que sufriera Barcelona en las últimas
décadas. La complicada situación política se
había convertido en caldo de cultivo para numerosos incidentes
que no dejaban de sucederse. En abril estallarían dos nuevos
explosivos; el primero en la calle Alta de San Pedro, y el otro en
el Paralelo. Afortunadamente también habría buenas noticias:
el treinta de abril quedaba reconocido oficialmente el derecho a la
huelga, y al mes siguiente se proclamaba el decreto de obligatoriedad
de la enseñanza elemental. Así, poco a poco, el colectivo
de trabajadores iba consiguiendo sus derechos más básicos,
aunque para ello, demasiado a menudo, se había hecho necesario
pagar el sacrificio de unas cuantas vidas. Estando así las
cosas, a últimos de junio estallaron dos bombas en el teatro
Principal. La situación resultaba por momentos insostenible,
y en julio, debido a estos conflictos sociales, volverían a
producirse importantes disturbios en las Ramblas, comenzando a preverse
que estos acontecimientos podrían derivar en un grave conflicto;
lo que sucedería finalmente el veintiséis de julio,
tras numerosos enfrentamientos entre los piquetes de obreros y las
tropas de guarnición barcelonesas.
Esa misma noche, la huelga general se convertiría en un hecho
en las principales poblaciones catalanas: Barcelona, Tarrasa, Sabadell,
Mataró... Con las luces del alba empezaron a levantarse barricadas,
empleadas tanto por las fuerzas del orden como por los huelguistas,
y como resultado, estos desórdenes (cuyo origen había
sido a causa de la guerra de Africa y la llamada a filas de los reservistas),
terminarían convirtiéndose en una rebelión popular,
con claros tintes anticlericales, dando lugar a la quema incontrolada
de conventos, y al saqueo y la profanación de tumbas en los
mismos.
El cruento balance de esta trágica semana de disturbios fue
de setenta y ocho muertos, más de medio millar de heridos,
y ciento doce edificios incendiados, ochenta de ellos de carácter
religioso. A raíz de lo acontecido, el gobierno con ansias
de escarmiento, inició la búsqueda y detención
de varios miles de personas, de las que al menos dos mil serían
procesadas.
Capdevila, a la vista de como estaba la situación, empezó
a temer por la seguridad de Palmira. Sabía que no podía
tenerla alejada por más tiempo de la ciudad, pero también
era consciente que Barcelona, en absoluto podía considerarse
un lugar seguro. Él nada debía temer, su integridad
estaba a salvo, ya que su posición conseguía mantenerle
al margen de toda esta confusión. Pero en el caso de ella,
era previsible que si se dejaba ver por allí, con su pasado
de revolucionaria otra vez pudiera verse involucrada en estos episodios,
lo que daría como resultado una nueva condena, algo totalmente
nefasto, ya que Palmira no se encontraba en condiciones ni físicas
ni mentales de soportar otro encierro. En aquellos momentos quitarle
la libertad significaba lo mismo que quitarle la vida.
Aparte de eso, Onax estaba convencido que si la apresaban de nuevo,
no habría dinero suficiente ni contactos capaces de lograr
su indulto. Y en ningún caso pensaba permitir que sucediera
nada parecido, por lo tanto no les quedaba más remedio que
ocultarse. Quizás la solución pasara por huir de inmediato
a la vecina Francia, aunque esto alteraría totalmente sus minuciosos
planes, sigilosamente trazados a lo largo de varios meses, antes de
que Palmira volviera a aparecer. La situación no se planteaba
como algo fácil, el tiempo apremiaba, y Onax se veía
en la disyuntiva de elegir entre marchar con ella, renunciando a los
proyectos que tanto deseaba, abandonando además gran parte
de lo que había conseguido en todos esos años; o dejar
que Palmira se fuera sola. Pero si la dejaba marchar sin él,
tenía el íntimo convencimiento de que nunca más
volvería a verla, de que la habría perdido para siempre.
Y ese pensamiento le resultaba más doloroso que ninguna otra
cosa en el mundo.
Tanto una opción como otra, implicaban una gran renuncia por
su parte; pero al verse obligado a elegir, decidió permanecer
al lado de ella. La suerte estaba echada; se escaparían juntos
hasta París, donde una vez instalados y pasado un tiempo prudencial,
arreglarían todo para desplazarse hasta Estados Unidos, sin
dejar huellas de sus anteriores vidas, tal y como él había
planeado. Visto así, sólo tendría que apartarse
ligeramente del plan inicial; en vez de irse sólo, lo haría
acompañado de su añorada Palmira... Ahora que podía
perderla de nuevo, se daba cuenta de lo mucho que significaba para
él volver a tenerla a su lado.
Onax no necesitaría mucho tiempo en disponerlo todo para la
huida; contaba con un sustancioso capital en efectivo, y también
con la ayuda y lealtad inestimable de don Bruno y de Eduard Torrent.
No había porqué preocuparse, hasta ese momento no le
había ido tan mal, nunca se había rendido ante nada
ni ante nadie, y aunque ahora la vida parecía ponerle en una
encrucijada, estaba convencido de salir victorioso, como siempre.
Por lo tanto, después de permanecer el tiempo que considerasen
necesario en la ciudad de la luz, viajarían hasta Inglaterra,
desde donde embarcarían por fin hacia la libertad, a Nueva
York, la ciudad soñada. Un lugar en el que un nuevo horizonte
se abriría ante sus ojos.
. . .
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