Antoni Gaudí
se hallaba en su estudio notoriamente preocupado. La visita de los
financieros norteamericanos le había dejado un poco desconcertado.
Sus ayudantes, atentos a las idas y venidas del maestro, le miraban
intrigados, pero no se atrevían a preguntar nada. Su "mal
genio" era conocido por todos los que trabajaban con él,
y debido a esta cercanía, habían sido víctimas
en más de una ocasión, de los enfados del arquitecto.
¡Gent del camp, gent del llamp! (1)
-- Solía decir Gaudí, justificando sus arrebatos de
ira con un dicho de su tierra, en el campo de Tarragona. En aquellos
momentos lo mejor era quitarse de en medio. Y los colaboradores, escultores,
delineantes, yeseros y demás operarios se afanaban en sus tareas,
sin despegar la vista del suelo, no fueran a cruzarse con la furiosa
mirada azul del arquitecto.
Aunque esos momentos no eran tan frecuentes como algunas personas
se había empeñado en hacer creer. Algún que otro
arquitecto de la época, envidioso de los éxitos de su
colega, y mucho más proclive a la vida de sociedad que éste,
disfrutaba relatando por los salones habladurías y embustes
referentes al mal carácter del arquitecto de la Sagrada Familia,
que si bien no eran ciertos, proyectaban sobre su imagen una nebulosa
de mentiras, bulos y desconfianzas que llegaban a hacer dudar a veces
de la cordura de sus actos. Pero como de alguna manera, a Gaudí,
su propia fama de hombre iracundo y vehemente le hiciera gracia, nunca
se molestó en desmentir estos rumores, aunque bien es sabido,
que en más de una ocasión estos cuentos llegaran a perjudicarle.
Onax Capdevila, por otro lado, recibiría a los americanos en
un sitio oculto y seguro. Estos le pondrían al corriente de
la conversación mantenida con el arquitecto, anunciándole
que habían sido invitados para visitar las obras de la casa
Milá en el elegante paseo de Gracia, y quizás allí
podrían empezar a tratar en profundidad el tema que les ocupaba.
En aquellos días Gaudí acababa de comenzar la construcción
de la iglesia en la Colonia Güell (de la que sólo se llegaría
a concluir la cripta en 1915), trabajando al mismo tiempo en las obras
de la Sagrada Familia, en la torre Bellesguard, en el park Güell,
en la restauración de la Catedral de Mallorca, y también
en la citada casa Milá. Este edificio tan solo unos meses más
tarde, sería bautizado irónicamente con el sobrenombre
de "La Pedrera", siendo objeto de múltiples e injustificadas
burlas en anónimos pasquines y en las revistas satíricas
del momento.
El propietario de este inmueble, el señor Pere Milá
Camps, había sido socio de Capdevila en la gestión de
múltiples negocios que les habían proporcionado sustanciosos
beneficios. En las interminables sobremesas que ambos sostenían,
acompañados de los aromas de licores y habanos de los que tanto
gustaban, habían gestado proyectos comunes, como el de la plaza
de toros Monumental, que no podría realizarse hasta 1916, y
en el que Capdevila, desafortunadamente, no llegaría a participar.
Al pensativo Onax, su inquieta mente le jugaba una mala pasada, desviando
su atención del estimulante asunto que le mantenía en
vilo; la creación de un grandioso hotel, convertido en la atracción
más grande que jamás se hubiese visto, un edificio insuperable,
de dimensiones excepcionales, una obra maestra del insigne Gaudí
y claro está de su promotor. . . quién para entonces
ya habría cambiado de nombre y de identidad, dejando atrás
un prolijo pasado, salpicado de escabrosos episodios que bien merecía
la pena olvidar.
La idea se perfilaba claramente en su imaginación. Con gran
apasionamiento aprovecharía para dar instrucciones precisas
a sus agentes, antes de que estos volvieran a entrevistarse con Gaudí.
El colosal edificio debería cumplir tres principales objetivos;
en primer lugar, habría de plantearse como una suntuosa residencia,
que sirviera para dar alojamiento tanto a huéspedes permanentes
como de paso. Al mismo tiempo, sería obligado ofrecer variados
restaurantes: quizás cinco, uno por cada continente; de esta
peculiar manera, se encontraría representada toda la gastronomía
mundial. Pero la parte más importante a considerar, el principal
punto a tener en cuenta, es que debería mostrarse como reclamo
infalible para la moderna sociedad cosmopolita. Y ¿de qué
hábil manera se podría conseguir que el hotel funcionara
como aliciente turístico? Estaba claro, su inigualable magnificencia
serviría de atracción, pero además deberían
contratarse espectáculos célebres y renombrados conciertos,
e incluir también salones de exhibiciones, galerías
de arte, y zonas comerciales donde adquirir bonitos y costosos recuerdos.
. .
En aquel principio
de siglo, una extraña y novedosa afición por los viajes
estaba aumentando considerablemente. Esta información no había
pasado desapercibida al perspicaz Onax, y lo cierto es que cada vez
con mayor frecuencia, las personas se desplazaban de un lugar a otro
del planeta; la mayoría intentando mejorar su condición
de vida, buscando una utopía, un nuevo país en el que
ofrecer un futuro digno a sus familias. Otras, las menos, parecían
hacerlo sin motivo aparente, sólo por el placer de viajar,
y, para ello, gustaban de lugares singulares donde alojarse. La segunda
mitad del siglo XIX había sido próspera en inventos
e industria, lo que había propiciado que ahora existiera toda
una generación de herederos multimillonarios, repartidos entre
Europa y América, muy interesados en vivir "el dolce far
niente", viajando de un continente a otro y dilapidando sus fortunas
de la forma más alocada, animados por sus incondicionales séquitos
de gorrones. Estas eran, sin duda, las personas que a Onax le interesaban,
y en las que pensaba, mientras daba forma a sus ideas con respecto
al hotel.
En honor a
la verdad, sería justo decir que distintos motivos impedían
a Onax Capdevila acercarse directamente a Gaudí para proponerle
el proyecto de hotel en Nueva York. En primer lugar, su turbio pasado,
ya que aunque había conseguido una envidiable posición
social, nadie olvidaba que su nombre había estado ligado a
episodios bastante sucios de la reciente historia de la ciudad. Capdevila
pensaba, con bastante coherencia, que un hombre de la rectitud moral
y religiosidad del arquitecto jamás aceptaría un encargo
de alguien como él, porque no era ningún secreto que
el dinero que había conseguido a lo largo de todos estos años,
había significado la perdición de no pocas personas.
El otro punto a tener en cuenta, era que su intención de desaparecer
sin dejar rastro, le obligaba a permanecer forzosamente en el anonimato.
En esta parte de la historia, jugaban una importante baza los dos
norteamericanos. Ellos serían los que dieran la cara por él,
serían sus nombres los que figurasen en los documentos que
tendrían que firmar junto al arquitecto, si es que todo salía
bien. Más tarde, cuando el proyecto estuviera terminado, ya
tendría tiempo de poner las cosas en su sitio. Pero, aparte
de los americanos, necesitaba a alguien más. Una persona que
sirviera de enlace, un hombre en quien tuviera plena confianza, a
quién pudiera poner al corriente de todos sus planes, y cuya
lealtad se encontrara fuera de toda sospecha. Podría dudarse
que Onax Capdevila contara en el mundo con alguien tan fiel, sin embargo,
esa persona existía; su nombre era Eduard Torrent. Quizás
fuera su único y verdadero amigo. Había sido su incondicional
compañero desde los días en que recién llegados
a la ciudad, el hambre les había hecho agudizar el ingenio;
de esta manera, engañando a unos y trapicheando con otros,
los dos truhanes habían conseguido hacerse un hueco en la corrupta
sociedad finisecular.
Para Onax,
sin duda la parte más difícil de resolver y la que le
proporcionaba mayores quebraderos de cabeza, era conseguir que el
arquitecto se sintiera especialmente atraído por la creación
del hotel neoyorquino. Todos sabían que la magnitud de su empeño
en la Sagrada Familia consumía la mayor parte de su tiempo
y sus energías. Cierto era que había otras obras suyas
en construcción, pero en más de una ocasión había
declinado grandes proyectos; propuestas realizadas por personas relevantes,
que ponían a su disposición las fortunas familiares,
a las que sin embargo, él había rechazado. Pero Capdevila
no iba a permitir que una nimiedad arruinara sus planes. Decidió
investigar sobre la personalidad del arquitecto, intentando, en vano,
encontrar un punto flaco, algo que le diera el suficiente poder como
para extorsionarle, llegado el caso. Pero no había nada de
eso. Antoni Gaudí vivía una vida de lo más austera,
casi ascética, aunque lo más correcto sería decir
que vivía para el trabajo. Compartía la casa que había
adquirido en el park Güell solamente con su sobrina, ya que su
padre había fallecido hacía poco más de un año.
Y las amistades que frecuentaba, casi siempre masculinas, eran los
amigos que conocía y trataba de siempre, personas de probada
reputación, como don Eusebi Güell, que ese mismo año
entraría con honor en el mundo de la nobleza al concederle
su majestad Alfonso XIII el condado de Güell. También
el eclesiástico Josep Torras i Bages, el doctor Pere Santaló
y algunos antiguos compañeros del centro excursionista y del
Círculo Artístico de Sant Lluc, amén de los ayudantes
y colaboradores que trabajaban codo a codo con él, como Francesc
Berenguer, su mano derecha, o el escultor Lorenzo Matamala, cuya amistad
le acompañaría toda la vida.
En cualquier caso, la suerte quiso aliarse con Onax Capdevila. Y de
una manera fortuita, la clave para hacer que Gaudí se interesara
en su proyecto se la proporcionaría su propia esposa, inocente,
claro está, de lo que se tramaba a sus espaldas.
Unos meses
antes, Adelayda Figueras, esposa y sufrida víctima sin saberlo
de los devaneos amorosos de Onax desde varios años atrás,
se había empeñado en celebrar en su domicilio, un homenaje
a doña Francesca Bonnemaison, a la sazón directora del
Institut de Cultura de la Dona, lugar en el que la propia Adelayda
participaba activamente. Para ayudarla en los preparativos de la soireé,
y aconsejarla en las difíciles decisiones como la elección
de los arreglos florales, la disposición del menú o
como acertar con la lista de invitados, contaba con la inestimable
ayuda de su buena amiga Isabel Güell, marquesa de Castelldosrius,
hija del mecenas de Gaudí, don Eusebi Güell i Bacigalupi.
Ambas pertenecían a la Coral del Institut, y se conocían
desde tiempo atrás; su amistad se había forjado en los
resignados años de internado.
En esta ocasión mientras se afanaban en los preparativos, deambulando
por entre los salones y las dependencias del servicio, apremiaban
a la cocinera y a las doncellas, que nerviosas, no dejaban de correr
de un lado a otro de la casa, cargando con pesadas bandejas en las
que transportaban costosas vajillas decoradas con motivos chinescos,
mantelerías antiguas con bordados de Calais y tintineantes
y relucientes cuberterías de plata. De resultas de todo esto,
las dos amigas se pasaban las horas discutiendo cordialmente entre
ellas, y Onax, ajeno al maremagnum que suponía organizar un
evento de semejantes características, intentaba, sin éxito,
poner algo de orden.
Entre estas idas y venidas por toda la casa, tendría la oportunidad
de escuchar una interesante conversación entre las señoras,
circunstancia que luego habría de servirle de inestimable ayuda
a la hora de urdir su plan.
Isabel Güell comentaba entre risas, que sabía de muy buena
tinta que los rumores que corrían por aquellos días
eran del todo ciertos. Su información procedía de primera
mano, ella misma conocía al arquitecto desde que era una niña,
y además había escuchado referir el hecho a su propio
padre no pocas veces. Aunque era verdad que a don Antoni Gaudí
no se le conocía relación con mujer alguna (ya que ni
siquiera las miraba), no era menos cierto que al menos una vez había
estado enamorado; pero su propuesta había sido desestimada
por la dama en cuestión, que cortésmente le había
dado calabazas, para terminar casándose con otro caballero.
Esta era la razón por la cual el arquitecto al verse rechazado,
y no siendo entonces ningún jovencito, se había sentido
tan profundamente dolido en su amor propio que había decidido
no tener relación ni trato con ninguna otra mujer, a excepción
de su sobrina, claro está.
Lo más interesante Adelayda, -- comentaba Isabel Güell--
es que tú conoces a esta misteriosa mujer tan bien como yo.
Deja de mirarme con extrañeza y escúchame con atención,
porque tu misma vas a adivinarlo. Aún podría decirse
de ella que es una gran belleza. Ya en su juventud, se sabe que desfilaron
por su casa de Mataró no pocos pretendientes. Su larga cabellera
rubia, casi rojiza, ha embelesado a muchos caballeros, y sus dos hijas
parece ser que han heredado esa peculiar hermosura suya, tan arrebatadora.
La menor es aún muy joven, apenas una niña, pero la
mayor, Teresa, ya despunta maneras. . . Dime entonces, ¿sabes
ya de quién estamos hablando?
Imposible, no puede ser -- comentaba Adelayda. -- ¿Quieres
hacerme creer que se trata de Pepeta Moreu? A veces
creo que no te conozco, Isabel. ¿De veras piensas que porque
sea más joven que tú, soy tan inocente? ¡Ja! ¿Sabes
cual es mi opinión? Creo que a pesar de los años que
han pasado, todavía estas molesta con Gaudí por aquel
incidente ocurrido con motivo de la decoración de tu casa.
¿No será que te has inventado ahora todo esto porque
quieres pagarle con su propia medicina? ¡Con lo divertida que
resultó la historia del piano de cola y el violín! Querida
Isabel, no deberías tomarte las cosas tan a la tremenda. Sé
que se habló mucho de aquello, pero yo en tu lugar casi me
sentiría halagada. Es posible que algún día seas
recordada por aquel incidente con el gran Gaudí, e incluso
puede que escriban un poema en vuestro honor. . . (2)
¿Cómo puedes burlarte así de mí? ¿Y
tú te llamas mi amiga del alma? --Contestó la marquesa
siguiendo la chanza.-- Aún me pongo colorada cuando alguien
refiere este hecho en mi presencia. Pero te aseguro fehacientemente
que en ningún momento me sentí molesta con Gaudí
ya que le conozco muy bien. Sé que siempre me ha tenido en
gran estima y que en sus palabras no había ánimo de
ofensa. Simplemente su carácter es así, imprevisible.
Hay que entenderle, es un gran genio, ya lo dice mi padre, y los grandes
genios tienen estas cosas. . .
. . .
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1.
"Gente del campo, gente del relámpago" (trad. lit.
). Este dicho popular es indicador de la rapidez y la claridad mental,
así como de la impulsividad de la gente de la comarca. volver
2.
Incidente ocurrido con motivo de la decoración que realizó
Gaudí en casa de los marqueses de Castelldosrius (1901-1904).
A la marquesa le habían regalado un piano de cola, que no podía
ser instalado en ningún sitio debido a lo exagerado de sus
dimensiones. Cuando le preguntó al arquitecto que podía
hacerse al respecto, este le contestó jocosamente: " Isabel,
créame a mí, toque el violín. " Esta anécdota
fue muy comentada, dando lugar a un poema conocido con el nombre de
aleluya (auca en catalán), cuyo autor, Josep Carner, lo publicó
en 1916 en su libro "Auques i ventalls". volver
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