Una
cálida y soleada mañana del mes de mayo el carruaje
se detuvo frente a las puertas del templo. El jovial grupo descendió,
siendo recibidos por el propio arquitecto en persona. Cortésmente
habían anunciado su llegada con anterioridad, mediante un par
de misivas que Onax Capdevila se había ocupado de redactar,
nada aclaratorias, y sin embargo bastante sugestivas. Los dos americanos
se encontraban en ruta por Europa, habían visitado varias ciudades
españolas y finalmente sus intereses les habían obligado
a desplazarse hasta Barcelona. Llevaban en la ciudad un par de semanas.
No venían solos por supuesto, les acompañaban otros
dos caballeros, que parecían ser catalanes, y dos amables señoritas.
De toda la comitiva, quién sin duda llamó la atención
de Gaudí sería una de las jóvenes; una grácil
criatura de pelo largo y rojizo. Su nombre era Joaquina Caballol.
El arquitecto no dudó en atender al grupo solícitamente.
Durante un paseo por las obras de la Sagrada Familia, percatándose
de la incierta cultura religiosa de los visitantes extranjeros, aprovecharía
para darles una explicación pormenorizada, casi una lección,
de la compleja simbología que decora la fachada del Nacimiento.
Y más de una vez consiguió hacer sonreír a las
muchachitas, mientras les ilustraba sobre el procedimiento empleado
para sacar moldes de yeso de tamaño natural de algunos de los
animales en aquel lugar representados. La anécdota más
original y graciosa, resultaría ser la del asno del grupo escultórico
que representa La huida a Egipto. Este animal fue comprado a una mujer
que diariamente pasaba por delante del templo pregonando su mercancía;
transportaba tierra para pulir cazuelas. Enseguida llegaron a un acuerdo,
entrando la burrita a formar parte del grupo de trabajo del templo,
por lo que después de rasurarla por completo, de aplicarle
aceites y embadurnarla de yeso, hubieron de colgarla en alto, sujeta
por una lona bajo el vientre. Aún así la pobre bestia
no dejaría de patalear en ningún momento, salpicando
a todos los allí presentes, hasta que finalmente el yeso se
secó.
También les refirió otras divertidas historias, en las
comentaba que para realizar ciertas figuras de la fachada como San
José, la Virgen, Herodes y demás, había necesitado
contar en más de una ocasión con la ayuda de vecinos
que le habían servido de modelos, e igualmente, más
de un visitante de la Sagrada Familia; ilustre o no, había
quedado inmortalizado en piedra, para asombro propio y regocijo de
sus acompañantes. En este punto de la conversación las
dos jovencitas ligeramente sonrojadas, sonreían, miraban al
suelo, y se daban codazos, dando a entender que no se mostrarían
muy reacias a servir de modelos al señor Gaudí.
Más tarde les acompañaría a la cripta, explicándoles
las modificaciones que había decidido efectuar cuando se hizo
cargo de la edificación del templo. Les habló de la
trascendencia y la envergadura de semejante obra, de la esencia y
perdurabilidad de la misma, de lo que significaba para la ciudad y
para él. En pleno siglo veinte, se estaba construyendo una
catedral a la manera de las antiguas construcciones de la edad media.
Antoni
Gaudí no había sido el arquitecto que iniciara las obras
y era consciente que tampoco sería él quién las
terminara, sin embargo desde el principio, el templo de la Sagrada
Familia se convirtió en su proyecto más ambicioso, el
que le absorbiera completamente, al que había dedicado ya veinticinco
años de su vida y al que consagraría otros dieciocho
años más, antes de abandonar la que sería su
obra magna, para siempre.
Los visitantes le escuchaban complacidos. Los americanos de vez en
cuando formulaban alguna pregunta, que era traducida prestamente por
una de sus acompañantes; la jovencita del cabello rojizo. Gaudí
hablaba un correctísimo francés, en el que se hacía
entender por los extranjeros de la mejor manera que podía,
pero como no tenía la más mínima idea acerca
de la lengua anglosajona, no tuvo más remedio que ser ayudado
en las traducciones por dicha joven, la cual pese a su edad, resultó
ser una estudiante muy aventajada.
Finalmente el arquitecto animaría a los caballeros a visitar
las torres, que se elevaban ya por encima de cincuenta metros. Mientras
tanto, las señoritas, un tanto reacias a ascender a las alturas,
fueron recibidas por uno de los jóvenes ayudantes de Gaudí,
el arquitecto Jujol, quién con su proverbial cortesía
las acompañaría en su paseo por el resto de la obra.
Las llevo hasta el taller del arquitecto, y como quiera que gozase
de un talento innato para el dibujo, en un santiamén esbozó
un retrato de las damitas, a las que obsequió ante su ruborizada
mirada.
Al descender de las torres, reunido de nuevo el grupo, Gaudí
saldría para despedirles a la entrada del recinto, como solía
acostumbrar con las visitas importantes, no sin antes concretar una
cita para el día siguiente, en la que les invitaba a conocer
las obras de la casa Milá, entonces en construcción.
Él mismo les serviría de cicerone en el recorrido, y
de esta manera podrían continuar tratando el interesante tema
que les había llevado hasta allí.
Los
magnates americanos no disimulaban su optimismo. El primer contacto
con Gaudí hacía presagiar que llegarían a un
buen entendimiento. Ahora debían adelantar a Capdevila los
acontecimientos y recibir nuevas instrucciones, por lo que habían
de reunirse con él en un lugar secreto, fuera del alcance de
miradas indiscretas. No querían dar lugar a posibles murmuraciones
que pudieran dar al traste con sus planes. Por ello, se despidieron
de las dos jóvenes, acompañándolas hasta la parte
antigua de la ciudad, cerca de la calle Portaferrisa, donde la madre
de Joaquina era propietaria de la boutique de sombreros más
chic de todo Barcelona.
Josefa Moreu, a quien sus amigos llamaban afectuosamente Pepeta, había
abierto el negocio poco después de la muerte de su segundo
marido, Josep Caballol, el que fuera padre de sus cuatro hijos: Bienvenido,
Teresa, Ignacio y Joaquina, la menor. Aunque su situación económica
no era mala, en un principio el hecho de encontrarse sola con cuatro
niños pequeños fue un poco descorazonador para Pepeta.
Pero ella era una mujer que se crecía ante los infortunios,
una luchadora nata. Supo reaccionar valerosamente contra la adversidad
como anteriormente ya hubiera tenido ocasión de demostrar,
siendo aún una niña, cuando el canalla de su primer
marido (del que luego supo que ya estaba casado en Buenos Aires),
la abandonó a su suerte en Orán, embarazada y sin un
céntimo. De aquella situación conseguiría sobrevivir
tocando el piano en los tugurios portuenses, mientras reunía
el dinero y el valor para escribir a su familia pidiendo ayuda.
Este episodio de su vida se hallaba muy lejano ya, pero cuando lo
recordaba, no podía evitar que la embargaran emociones tan
dispares como la soledad y la ternura. En aquellos meses de triste
deambular conocería buenas personas; mujeres libertinas, hombres
rudos y curtidos que se apiadaron de ella, de su juventud y sus circunstancias,
ayudándola.
Pero aún tenía cicatrices imborrables. A su regreso
a España la muerte del niño, con tan sólo tres
años, producida por la difteria, fue el triste epílogo
de aquella primera juventud de Pepeta. En aquella ocasión hubo
de reinventarse como mujer, como habría de hacerlo varias veces
más a lo largo de su dilatada vida.
Por
fortuna, la sombrerería resultó ser todo un éxito,
y además de un negocio próspero, el establecimiento
se convirtió en lugar habitual de reunión de las más
selectas damas barcelonesas. Mientras se probaban los últimos
modelos llegados de París, mientras elegían cintas,
plumas, adornos y pasamanerías, comentaban entre ellas los
últimos chismes de la decadente sociedad burguesa; chismes
que hacían palidecer de envidia a algunas, y enrojecer de pudor
a otras.
Aunque Pepeta Moreu seguía siendo la propietaria, ya no se
la podía encontrar a diario en la tienda, como al principio.
Bien es cierto que echaba de menos el contacto de todos los días
con sus clientas y amigas, pero desde que algunos años atrás
volviera a contraer matrimonio en terceras nupcias, había decidido,
sabiamente sin duda, dedicar la mayor parte de su tiempo a su esposo
y a sus hijos.
Pepeta tuvo la suerte de encontrar en Joan Vidal, un talentoso hombre
de negocios, a la persona que había estado esperando durante
muchos años. Desde luego, no podría decirse que se trataba
del más apuesto de sus tres maridos, pero sí era el
que había sabido llenarla de felicidad.
Este hombre la adoraba, y supo convertirse en un excelente padre para
sus cuatro hijos.
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