HISTORIAS DE OTROS TIEMPOS...
Onax Capdevila
estaba sentado enfrente de la chimenea de su despacho. Fumando uno
de los cigarros que tanto le gustaban, empezó a disponerlo
todo mentalmente.
Esta era la parte con la que más disfrutaba, le gustaba jugar
con las personas, sin piedad si hacía falta, con tal de conseguir
sus propósitos. Él procuraba ir un paso por delante
de sus competidores, guardando un as en la manga por lo que pudiera
pasar. Siempre había sido así, y así sería
hasta el día que decidiera abandonar la ciudad.
Hacía tiempo que venía meditando esta idea. Con el cambio
de siglo se había dado cuenta que la agitada y próspera
ciudad que le había hecho rico, se estaba quedando un tanto
atrás. Había otros lugares, otros continentes, nuevos
mundos que crecían a ojos vista, mundos por conquistar, y entre
ellos Nueva York se perfilaba en el horizonte como una nueva ciudad
de los prodigios. La idea de establecerse allí, le empezaría
a rondar por la cabeza casi al mismo tiempo que la de hacerse un hueco
en la industria cinematográfica. No sería hasta algunos
años después cuando, gracias a su inmensa fortuna, la
enigmática actriz Serena Lumière alcanzaría la
fama y un reconocido prestigio mundial. Mientras tanto, su primer
plan empezaba a adquirir consistencia.
Onax sentía una gran admiración por el arquitecto. Sus
obras habían crecido por toda la ciudad, y la ciudad había
crecido con ellas. La innovación de sus creaciones frente a
los encorsetados gustos de la sociedad burguesa de entonces, le hacían
aparecer ante sus ojos como un rebelde, alguien cuya imaginación
y genialidad lo apartaban de la mayoría. Alguien como él,
un igual. Es cierto que por aquel entonces Barcelona contaba con grandes
y prolíficos arquitectos, que estaban consiguiendo transformar
aquella ciudad sucia y bulliciosa, anterior a la demolición
de las murallas, en una urbe moderna, equiparable a cualquiera de
las grandes capitales europeas, dotándola de un encanto especial
y cierto aire singular del que otras carecían. Pero ninguno
de ellos le interesaba. Cuando Onax Capdevila deseaba algo, buscaba
lo mejor. Y lo mejor en este caso era el arquitecto de la Sagrada
Familia; Antoni Gaudí.
Hacía ya varios años que en secreto, deseaba poder encargarle
su propia casa. Su manera de imaginar los edificios le había
fascinado desde los tiempos en que viese como se levantaba el magnífico
palacio de don Eusebi Güell en la calle del Conde del Asalto,
no muy lejos de los terrenos de la Ciudadela y de la infecta pensión
en la que vivía por aquel entonces. Había incluso meditado
la idea de comprar una de las parcelas que se ofertaban en el park
Güell, con el propósito de que el arquitecto construyera
allí su residencia. Era una manera de cumplir dos objetivos
de una vez, conseguir el sueño de habitar en una casa proyectada
por Gaudí, y además ganar puntos en su afán por
escalar posiciones en la sociedad barcelonesa. Pero su instinto para
los negocios le alertó a tiempo. Una serie de razones le hicieron
pensar que no llegaría a ser una buena adquisición.
Lamentablemente no se equivocó. Quizás lo apartado de
la ciudad jardín, y los continuos disturbios que no cesaban,
hubieran terminado convirtiendo el park Güell en un "ghetto"
para personas adineradas. O bien podría ser que la sociedad
barcelonesa no estuviera preparada para un planteamiento tan moderno.
Lo cierto es que al final sólo llegarían a vivir allí
tres familias: la de don Eusebi Güell, quién se trasladaría
desde su babilónico palacio en la parte vieja de la ciudad;
el abogado don Martí Trías (a quién Onax conocía
de vista, ya que en alguna ocasión había sido contratado
por su suegro para asesorarle en diversos asuntos), y el propio Gaudí,
que terminaría adquiriendo la casa de muestra. Nadie más
se arriesgó a instalarse allí.
Con aspereza,
Onax Capdevila aspiró el humo del cigarro, como queriendo apartar
de su mente cualquier pensamiento innecesario, y mirando fijamente
el fuego que ardía en la chimenea volvió a centrarse
en el tema que le ocupaba. Los dos americanos ya estaban alojados
en un lujoso hotel de la ciudad. Habían acudido prestos al
requerimiento que el influyente hombre de negocios les había
hecho. Este, tenía algunos contactos en América; antiguos
jefecillos de bandas locales, individuos que con menor fortuna que
la suya, se habían visto obligados a emigrar a los Estados
Unidos, con la aviesa intención de que sus nombres se olvidaran
por un tiempo, a la par que los prósperos negocios que el gran
continente prometía, cambiaran su suerte. Onax, como de costumbre,
desde el momento en que la idea había empezado a tomar forma
en su mente, se había estado obsesionando con ella. Así
le solía ocurrir a menudo, casi siempre con excelentes resultados.
Desde que llegase a Barcelona, allá por los días de
la Exposición, su fortuna se había visto incrementada
notablemente, convirtiéndole en el hombre más rico de
España y uno de los más ricos de Europa.
Su manera de gastar el dinero a manos llenas, y el poder que este
le otorgaba, habían dado como resultado que fuera una de las
personalidades más envidiadas por aquellos días. En
los distinguidos salones burgueses (de los que también él
era socio), donde se daban cita los prohombres de la ciudad, su imparable
trayectoria era digna de respeto y admiración, dando a la vez
lugar a numerosas controversias. A Onax Capdevila se le toleraba y
se le temía; pero nadie olvidaba su pasado oscuro y sus orígenes
humildes. Él sabía que nunca sería aceptado plenamente
en los círculos más exclusivos, aunque frecuentemente
recurrieran a él debido a sus contactos y su fortuna. Esta
certeza y el hastío que empezaba a producirle la carencia de
nuevos retos empezaron a gestar en su cabeza un cambio radical de
manera de vivir.
A Capdevila aún se le podía considerar un hombre joven.
Los años transcurridos habían marcado su persona con
el halo de distinción que otorgaba el ser cliente de los mejores
establecimientos europeos. Su mujer y sus hijos ya no le importaban
apenas y la idea febril que le consumía las horas y le robaba
el sueño, era la de abandonarlos, conseguir una nueva identidad
y empezar otra vida, lejos de allí. Llegado el caso no sería
difícil hacerse pasar por muerto, para desaparecer después
del país, ocultándose bajo otra personalidad. La ciudad
era un hervidero de tensión en aquellas fechas, y una ola de
atentados invadía Barcelona. Varios artefactos explosivos habían
estallado en la zona del puerto y en el mercado de La Boquería,
causando algunos muertos y numerosos heridos. Él sólo
tenía que hacer creer que se encontraba en uno de estos lugares
cuando sucediera un desastre. No sería difícil, poseía
los contactos adecuados y el dinero necesario para hacerlo efectivo.
Y también, porque no decirlo, el número de enemigos
suficiente como para que la patraña resultara creíble.
En alguna ocasión anterior ya había sido necesario actuar
así para salvar a algún pez gordo de sus hostigadores.
Sin embargo, el siguiente punto le parecía más difícil
de conseguir. Difícil, pero no imposible.
Para Onax Capdevila que había llegado a Barcelona allá
por 1887, apenas con algunas monedas en el bolsillo, y que pensaba
abandonarla veinte años más tarde convertido en la persona
más acaudalada y una de las más influyentes (no ya de
la ciudad sino del país entero), la palabra imposible no existía.
Su idea de establecer un imperio hotelero en Estados Unidos podía
hacerse factible. Quería crear el mayor rascacielos del mundo
y convertirlo en una atracción única, en un gran hotel.
Él sabía muy bien donde estaba el dinero. Los grandes
negocios se hallaban en los nuevos inventos que seducían al
mundo, y en las mastodónticas construcciones que surcaban el
cambiante perfil de las metrópolis que crecían con el
nuevo siglo.
Nueva York sería la urbe por él elegida, erigida en
estandarte de los vertiginosos ingenios que estaban por llegar. Allí
dejaría Onax Capdevila su impronta, como anteriormente lo hubiera
hecho en Barcelona.
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