Ernesto
tenía los ojos bien abiertos, y también
los tenía así la pequeña baldosa mientras Pablo le estaba
explicando todo aquello. Ni el uno, ni el otro, cada uno a su tiempo, no se lo
podían creer. De todos modos, Ernesto estaba muy atento mientras Sandra
(Sandra es la pequeña baldosa; hasta ese momento aún no se habían
presentado el uno al otro) le explicaba todo aquello.
Si a Ernesto
ya le estaba costando creer todo lo del palomo Pablo, que era un espía afincado en la Sagrada Familia, y que vigilaba incansablemente
a los visitantes del modernismo, aún le costaba más imaginarse un
azulejo hablando. ¡Y todavía más que un palomo, que por lo que parecía
era de piedra como Sandra, por muy blanco que fuera, pudiera llegar
a tener nunca una conversación tan fluida con nadie!
¡E, incluso, aún más, que un palomo blanco de
piedra, que era espía, se llamara Pablo! ¡Nunca lo hubiera
dicho! ¡Ni en el mejor de sus sueños!
La pequeña baldosa le dijo, al ver la cara de Ernesto, que
todo este mundo de la imaginación de Gaudí, está rodeado
de un cierto halo de magia y de misterio.
-Es muy
importante que no lo olvides nunca. ¡La magia que nos
protege puede desaparecer fácilmente ante los más incrédulos!-
Le decía seriamente la pequeña baldosa.
-Por cierto… ¿y tú quién eres? Llevo un buen
rato contándote mil cosas, y todavía no sé ni
cómo te llamas, ni qué haces aquí.-
-Me llamo
Ernesto…-.
-¡Y
yo Sandra!- Le interrumpo muy pizpireta.
-¿Sandra? ¿De verdad que te llamas Sandra? ¿Y
cómo es posible que te llames Sandra? ¡Eres un azulejo!-.
Le dijo Ernesto con la misma cara de sorpresa de cuando le contaba
toda la historia del palomo blanco de piedra.
-¡No, no! Antes te he dicho que no deberías dudar, ni
un instante, de todo aquello que te diga o te explique. ¡Destruirías
toda la magia de que te hablaba!-
-¡Yo soy Ernesto!-. Intentó empezar de nuevo. Tengo seis
años. Hace un rato estaba sentado ahí. Más allá. ¿vés?
Estaba con mis padres, porque hemos salido a tomar el fresco. ¡Qué calor,
verdad! Me he dormido, y cuando me he despertado… de repente… ¡me
he encontrado completamente solo!-. Ernesto, aún ser muy valiente,
empezaba a lloriquear.- Mis padres se han ido sin mí. ¡Me
han dejado solo!-.
-¿Y qué podemos hacer?-. Sandra dejó de llorar.-
Tendremos que buscar el modo de encontrar a tus padres, ¿verdad?-.
-¿De veras me ayudarás?-. Le preguntó ernesto,
ya más animado. –De hecho… si lo pienso bien… ¡nos podríamos
ayudar el uno al otro! Ernesto parecía que era otra vez el niño
valiente de antes, cuando se habían conocido.
-¡Sí! ¡Nos ayudaremos el uno al otro! ¡Será el
mejor modo!-. Exclamó muy contenta Sandra.
-¿Pero, por dónde empezamos?-. Dijo Ernesto, recuperando
la cara de preocupado. –Los dos somos muy pequeños.
Ernesto
y Sandra se miraron el uno al otro, de pies a cabeza. Asintieron.
De hecho, sí que eran bastante perqueños como para tener
que pedir ayuda a alguiénmayor. ¿Pero… en quién
estaban pensando?
-¡Pablo! ¡El palomo blanco de piedra! ¡Él
nos ayudará! ¡Él lo sabe todo!-. Gritaron ambos
a la vez.
-¿Y cómo contactaremos con él? ¡A través
de internet creo que no!-. Preguntó Ernesto a Sandra, otra vez
un tanto preocupado.
Sandra
le confesó que era capaz de volar. Cómo si fuera
una alfombra voladora. De este modo volarían hasta la Sagrada
Familia, y se encontrarían con Pablo, el palomo blanco de piedra,
espía y vigilante de los visitantes del modernismo. Es todo
lo que podía hacer, porque, aún así, volar no
le permitía volver a engancharse a su sitio.
-Sube
a mi espalda, Ernesto. No tengas miedo. Agárrate bien
fuerte, y en un momento estaremos allí. ¡Este es un modo
más rápido de cruzar la ciudad, no crees!-.
Y tenía toda la razón. A la altura que volarían,
se encontrarían, como mucho, con otro pájaro. ¡Pero… coches,
ni uno! ¡Claro!
Ernesto
subio encima. Se sentó. Y se agarró muy fuerte.
“¡Pasajeros! La capitana Sandra les da la bienvenida abordo.
Volaremos a una altura de cuatrocientos metros, y la duración
aproximada del vuelo será de veinte minutos. Por favor, abróchense
los cinturones de seguridad. Gracias por volar con nuestra compañía,
y les deseo que tengan un feliz vuelo!”. Sandra estaba bromeando. Pero
lo decía como si fuera el más serio de los pilotos. A
Ernesto se le escapaba la risa.
Sanda
se elevó. Y de un revuelo, nunca mejor dicho, empezó a
volar por el parque, pasando enmedio de todas y cada una de las fantasías
naturales hechas de piedra por el ingenioso, mágico y tan fantástico
Antoni Gaudí, y deslizándose al lado de otras pequeñas
baldosas que conocía muy bien Sandra. Reecorrió en vuelo
rasante los tejados de los varios pabellones, de miles de colores
que brillaban y vibraban con el dol de la tarde.
Hicieron
eslálom entre las columnas de la sala de las Cien
Columnas, que aguanta la plaza del parque de donde venían.
Ernesto,
con la cabellera al viento, disfrutaba cada vez más. ¡Parecía
un niño con zapatos nuevos! Y de hecho lo era, porque aquel
día estreneba unos zapatos nuevos de color rojo muy bonitos. ¡Insistió mucho
a su madre para que le dejara ponérselos ese domingo para ir
a pasear! ¡Ernesto gritaba de alegría al viento! Se sentía
mágico y poderoso al mismo tiempo; también se sentía
aún más pequeño ante aquella arquitectura tan
majestuosa. No conocía toda la historia de Gaudí, pero
estaba captando el misterior y la sensibilidad de toda aquella
obra.
Sandra
voló muy cerca del dragón
que hay en la entrada del parque.
-¡Eh! ¡Sandra! ¡Ten cuidado! ¡No vueles así de
alocada, o alguién te verá! ¡ No te hagas daño!-.
Ernesto
oía voces, pero no reconocía
su procedencia.
-Es Arnau. ¿Vés aquel dragón de colores de ahí abajo? ¡Sí,
aquella fuente que recibe amablemente a los visitantes que llegan al
parque! Es muy simpático, y muy divertido; siempre está sonriendo ¿lo
vés?-. Le explicaba Sandra a Ernesto, que tenía otra
vez la cara de antes, que mezclaba la sorpresa y la maravilla.
-¡Hola!-.
-¡Hola!-.
-¡Hola!-.
-¡Hola!-.
-¡Hola!-.
Miles
y miles de pequeñas voces saludaban a Sandra. Venían
de Arnau.
-Antes
yo vivía aquí con ellas. Pero el agua constante
de Arnau me estropeaba, y tuvieron que trasladarme a otro sitio. A
los bancos-. Le respondió cuando Ernesto le preguntó por
qué la saludaban todos aquellos azulejos.
Arnau
ya sabía que Sandra, una de las pequeñas baldosas
que más apreciaba porque era la que había estado más
cerca de su corazón, había caído de su sitio por
culpa de un accidente con un palomo blanco de piedra. Pero él
no podía dejar su sitio y, por tanto, no podía ayudarla.
Por eso, se alegró mucho de verla, otra vez a su lado.
Sandra
le dijo que quién lo acompañaba era Ernesto,
y que sus padres se lo habían olvidado en los bancos, dejándolo
bien solo. De ese modo, iniciaron un vuelo juntos a la Sagrada
Familia para encontrar a Pablo.
-¡Pablo!-. Exclamó Arnau muy sorprendido. Todo el mundo
sabía cómo era Pablo. -¡Pablo es el más
despistado de todos aquellos palomos alocados que hay allí! ¡Vaya
cuadrilla de vigilantes nos han endosado!-. Y empezó a reirse
porque conocía muy bien sus aventuras y, sobretodo, sus desventuras.-
No creo que os pueda ser de mucha utilidad para ayudaros a encontrar
a tus padres. Pero sí que sabrá quién podrá ayudaros
realmente.- Dijo otra vez con una gran sonrisa.
Sandra
y Ernesto se despidieron de Arnau. ¡Y de todas y cada una
de las pequeñas baldosas amigas de Sandra! Reemprendieron el vuelo,
ahora ya sí con rumbo a la Sagrada Familia.
La
vista desde encima de Sandra era impresionante. Se veía
el mar, de color azul marino muy intenso, calmado, al fondo,
lleno de manchitas blancas que eran las velas de los barcos
que salían a pasear. A su lado brillaba el verde intenso
de la montaña de Montjuïc. También la del
Tibidabo a sus espaldas. La luz vibrante del sol de tarde hacía
que los edificios de la ciudad cobrasen vida, y un tono sedoso
y suave a la vista. Los amarillos, los naranjas y los ocres
eran los colores que ahora predominaban más. La ciudad
se había convertido en una de las pobras de Gaudí,
llena de azulejos de colores cálidos. El aire era transparente,
y muy rico en oxígeno. Y la ciudad era ahora acojedora
y amable. Los ojos abiertos al máximo de Ernesto desmostraban
la fantástica postal que se dibujaba ante ellos.
Al
rato de volar por encima de unas y otras calles, llegaron
a la altura de la Casa Milà (La Pedrera), y Sandra
le dijo a Ernesto:
-¡Ahora entraremos aquí dentro, y verás
que maravilla!-.
Sandra
surfeó por la fachada, que parece el mar y sus
olas, y entraron por la puerta principal. Pasó por los
jardines dibujados en los techos de la entrada. Subió rápidamente
por el patio interior hasta la azotea. Y se detuvo en la rosa
que hay arriba del todo de la fachada, y que representa la
Virgen María, a contemplar, una vez más, la tarde
sobre la ciudad.
Ernestó desmontó, y se sentó en uno de
los pétalos de la rosa.
Pero
de repente…, se oyó un gran estruendo, y ruido
de lanzas y espadas blandiendo por encima de sus cabezas. Ernesto
se giró, y aquello que hasta entonces le habían
parecido inocentes e inofensivas chimeneas, ahora se habían
convertido en fuertes y aguerridos solados, que se acercaban
más y más.
-¿Qué hacéis aquí?-.
Preguntaron unas voces imponentes i ensordecedoras.
Ernesto se creía cada vez más pequeño. Y si ya lo era,
imginaros la horrible sensación que estaba experimentando.
Sandra, muy
valiente, se interpuso entre los soldados y Ernesto. Sabía
que a ella no le harían ningún daño porque venían
de la imaginación del mismo padre, Gaudí. Pero Ernesto, sin
su ayuda, corría un grave peligro.
El suelo temblaba
con cada paso de los soldados, y Ernesto, que no sabía
dónde meterse, tenia que hacer grandes esfuerzos para mantenerse enpié y
no caer. Sandra habló otra vez con los soldados y les explicó,
como hizo con Arnau, el amable dragón del Park Güell, la historia
de Ernesto. Los soldados escucharon atentamente.
Y lo comprendieron.
-Deberías de habérnoslo contado enseguida, Sandra.- Dijeron
los soldados. –Ahora, el pobre Ernesto pensará que somos unos monstruos
malvados.-
-Nuestra misión es vigilar y mantener a ralla el dragón malvado
que se instaló hace ya muchos años en el tejado de la Casa
Batlló, y que atrae a las muchachas con sus colores para asustarlas
y comérselas. Hay quién dice, que aquellas columnitas de las
ventanas del primer piso, y las barandas con forma de máscaras de
carnaval, son los huesitos de las que ya sufrieron su ferocidad. Cualquiera
puede ser un espía que trabaja para él.- Explicó a Ernesto
otro soldado. –Creímos que quizás lo eras tú.-
Ernesto se quedó boquiabierto ante aquellas enormes figuras. Un poco
asustado sí que lo estaba; no podía negarlo. De todos modos,
las amables palabras de Sandra y de Alejandro,
el jefe de todos aquellos soldados, consiguieron
que respirara otra vez tranquilo.
Ernesto y Sandra
se quedaron un buen rato escuchando las impresionantes anécdotas que les contaban Alejandro y los demás soldados.
De fondo, una agradable melodía que tocaban unos músicos un
poco más allá, era la banda sonora perfecta para aquella sorprendente
experiencia.
Ernesto aprendía, cada vez más, nuevas y magníficas cosas
de Antoni Gaudí a través de sus personajes. Aprendía,
sobretodo, que la cultura popular era muy importante para él, y que
cada uno de los detalles de cualquiera
de sus creaciones estaba lleno de reminiscencias
de esta cultura mediterranea, de sabores
y de texturas naturales, de luz y de colores, del frescor de su mar y del
de su aire. |