Tercer premio - Categoría de de Narración Corta

La Historia de Ernesto

A la memoria de mi abuelo Albert

Autor: Marc Carol Fontcuberta
Ilustraciones: Georgia Gutiérrez Fontcuberta

Ernesto tenía los ojos bien abiertos, y también los tenía así la pequeña baldosa mientras Pablo le estaba explicando todo aquello. Ni el uno, ni el otro, cada uno a su tiempo, no se lo podían creer. De todos modos, Ernesto estaba muy atento mientras Sandra (Sandra es la pequeña baldosa; hasta ese momento aún no se habían presentado el uno al otro) le explicaba todo aquello.

Si a Ernesto ya le estaba costando creer todo lo del palomo Pablo, que era un espía afincado en la Sagrada Familia, y que vigilaba incansablemente a los visitantes del modernismo, aún le costaba más imaginarse un azulejo hablando.

¡Y todavía más que un palomo, que por lo que parecía era de piedra como Sandra, por muy blanco que fuera, pudiera llegar a tener nunca una conversación tan fluida con nadie!

¡E, incluso, aún más, que un palomo blanco de piedra, que era espía, se llamara Pablo! ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Ni en el mejor de sus sueños!

La pequeña baldosa le dijo, al ver la cara de Ernesto, que todo este mundo de la imaginación de Gaudí, está rodeado de un cierto halo de magia y de misterio.

-Es muy importante que no lo olvides nunca. ¡La magia que nos protege puede desaparecer fácilmente ante los más incrédulos!- Le decía seriamente la pequeña baldosa.

-Por cierto… ¿y tú quién eres? Llevo un buen rato contándote mil cosas, y todavía no sé ni cómo te llamas, ni qué haces aquí.-

-Me llamo Ernesto…-.

-¡Y yo Sandra!- Le interrumpo muy pizpireta.

-¿Sandra? ¿De verdad que te llamas Sandra? ¿Y cómo es posible que te llames Sandra? ¡Eres un azulejo!-. Le dijo Ernesto con la misma cara de sorpresa de cuando le contaba toda la historia del palomo blanco de piedra.

-¡No, no! Antes te he dicho que no deberías dudar, ni un instante, de todo aquello que te diga o te explique. ¡Destruirías toda la magia de que te hablaba!-

-¡Yo soy Ernesto!-. Intentó empezar de nuevo. Tengo seis años. Hace un rato estaba sentado ahí. Más allá. ¿vés? Estaba con mis padres, porque hemos salido a tomar el fresco. ¡Qué calor, verdad! Me he dormido, y cuando me he despertado… de repente… ¡me he encontrado completamente solo!-. Ernesto, aún ser muy valiente, empezaba a lloriquear.- Mis padres se han ido sin mí. ¡Me han dejado solo!-.

-¿Y qué podemos hacer?-. Sandra dejó de llorar.- Tendremos que buscar el modo de encontrar a tus padres, ¿verdad?-.

-¿De veras me ayudarás?-. Le preguntó ernesto, ya más animado. –De hecho… si lo pienso bien… ¡nos podríamos ayudar el uno al otro! Ernesto parecía que era otra vez el niño valiente de antes, cuando se habían conocido.

-¡Sí! ¡Nos ayudaremos el uno al otro! ¡Será el mejor modo!-. Exclamó muy contenta Sandra.

-¿Pero, por dónde empezamos?-. Dijo Ernesto, recuperando la cara de preocupado. –Los dos somos muy pequeños.

Ernesto y Sandra se miraron el uno al otro, de pies a cabeza. Asintieron. De hecho, sí que eran bastante perqueños como para tener que pedir ayuda a alguiénmayor. ¿Pero… en quién estaban pensando?

-¡Pablo! ¡El palomo blanco de piedra! ¡Él nos ayudará! ¡Él lo sabe todo!-. Gritaron ambos a la vez.

-¿Y cómo contactaremos con él? ¡A través de internet creo que no!-. Preguntó Ernesto a Sandra, otra vez un tanto preocupado.

Sandra le confesó que era capaz de volar. Cómo si fuera una alfombra voladora. De este modo volarían hasta la Sagrada Familia, y se encontrarían con Pablo, el palomo blanco de piedra, espía y vigilante de los visitantes del modernismo. Es todo lo que podía hacer, porque, aún así, volar no le permitía volver a engancharse a su sitio.

-Sube a mi espalda, Ernesto. No tengas miedo. Agárrate bien fuerte, y en un momento estaremos allí. ¡Este es un modo más rápido de cruzar la ciudad, no crees!-.

Y tenía toda la razón. A la altura que volarían, se encontrarían, como mucho, con otro pájaro. ¡Pero… coches, ni uno! ¡Claro!

Ernesto subio encima. Se sentó. Y se agarró muy fuerte.

“¡Pasajeros! La capitana Sandra les da la bienvenida abordo. Volaremos a una altura de cuatrocientos metros, y la duración aproximada del vuelo será de veinte minutos. Por favor, abróchense los cinturones de seguridad. Gracias por volar con nuestra compañía, y les deseo que tengan un feliz vuelo!”. Sandra estaba bromeando. Pero lo decía como si fuera el más serio de los pilotos. A Ernesto se le escapaba la risa.

Sanda se elevó. Y de un revuelo, nunca mejor dicho, empezó a volar por el parque, pasando enmedio de todas y cada una de las fantasías naturales hechas de piedra por el ingenioso, mágico y tan fantástico Antoni Gaudí, y deslizándose al lado de otras pequeñas baldosas que conocía muy bien Sandra. Reecorrió en vuelo rasante los tejados de los varios pabellones, de miles de colores que brillaban y vibraban con el dol de la tarde.

Hicieron eslálom entre las columnas de la sala de las Cien Columnas, que aguanta la plaza del parque de donde venían.

Ernesto, con la cabellera al viento, disfrutaba cada vez más. ¡Parecía un niño con zapatos nuevos! Y de hecho lo era, porque aquel día estreneba unos zapatos nuevos de color rojo muy bonitos. ¡Insistió mucho a su madre para que le dejara ponérselos ese domingo para ir a pasear! ¡Ernesto gritaba de alegría al viento! Se sentía mágico y poderoso al mismo tiempo; también se sentía aún más pequeño ante aquella arquitectura tan majestuosa. No conocía toda la historia de Gaudí, pero estaba captando el misterior y la sensibilidad de toda aquella obra.

Sandra voló muy cerca del dragón que hay en la entrada del parque.

-¡Eh! ¡Sandra! ¡Ten cuidado! ¡No vueles así de alocada, o alguién te verá! ¡ No te hagas daño!-.

Ernesto oía voces, pero no reconocía su procedencia.

-Es Arnau. ¿Vés aquel dragón de colores de ahí abajo? ¡Sí, aquella fuente que recibe amablemente a los visitantes que llegan al parque! Es muy simpático, y muy divertido; siempre está sonriendo ¿lo vés?-. Le explicaba Sandra a Ernesto, que tenía otra vez la cara de antes, que mezclaba la sorpresa y la maravilla.

-¡Hola!-.

-¡Hola!-.

-¡Hola!-.

-¡Hola!-.

-¡Hola!-.

Miles y miles de pequeñas voces saludaban a Sandra. Venían de Arnau.

-Antes yo vivía aquí con ellas. Pero el agua constante de Arnau me estropeaba, y tuvieron que trasladarme a otro sitio. A los bancos-. Le respondió cuando Ernesto le preguntó por qué la saludaban todos aquellos azulejos.

Arnau ya sabía que Sandra, una de las pequeñas baldosas que más apreciaba porque era la que había estado más cerca de su corazón, había caído de su sitio por culpa de un accidente con un palomo blanco de piedra. Pero él no podía dejar su sitio y, por tanto, no podía ayudarla. Por eso, se alegró mucho de verla, otra vez a su lado.

Sandra le dijo que quién lo acompañaba era Ernesto, y que sus padres se lo habían olvidado en los bancos, dejándolo bien solo. De ese modo, iniciaron un vuelo juntos a la Sagrada Familia para encontrar a Pablo.

-¡Pablo!-. Exclamó Arnau muy sorprendido. Todo el mundo sabía cómo era Pablo. -¡Pablo es el más despistado de todos aquellos palomos alocados que hay allí! ¡Vaya cuadrilla de vigilantes nos han endosado!-. Y empezó a reirse porque conocía muy bien sus aventuras y, sobretodo, sus desventuras.- No creo que os pueda ser de mucha utilidad para ayudaros a encontrar a tus padres. Pero sí que sabrá quién podrá ayudaros realmente.- Dijo otra vez con una gran sonrisa.

Sandra y Ernesto se despidieron de Arnau. ¡Y de todas y cada una de las pequeñas baldosas amigas de Sandra! Reemprendieron el vuelo, ahora ya sí con rumbo a la Sagrada Familia.

La vista desde encima de Sandra era impresionante. Se veía el mar, de color azul marino muy intenso, calmado, al fondo, lleno de manchitas blancas que eran las velas de los barcos que salían a pasear. A su lado brillaba el verde intenso de la montaña de Montjuïc. También la del Tibidabo a sus espaldas. La luz vibrante del sol de tarde hacía que los edificios de la ciudad cobrasen vida, y un tono sedoso y suave a la vista. Los amarillos, los naranjas y los ocres eran los colores que ahora predominaban más. La ciudad se había convertido en una de las pobras de Gaudí, llena de azulejos de colores cálidos. El aire era transparente, y muy rico en oxígeno. Y la ciudad era ahora acojedora y amable. Los ojos abiertos al máximo de Ernesto desmostraban la fantástica postal que se dibujaba ante ellos.

Al rato de volar por encima de unas y otras calles, llegaron a la altura de la Casa Milà (La Pedrera), y Sandra le dijo a Ernesto:

-¡Ahora entraremos aquí dentro, y verás que maravilla!-.

Sandra surfeó por la fachada, que parece el mar y sus olas, y entraron por la puerta principal. Pasó por los jardines dibujados en los techos de la entrada. Subió rápidamente por el patio interior hasta la azotea. Y se detuvo en la rosa que hay arriba del todo de la fachada, y que representa la Virgen María, a contemplar, una vez más, la tarde sobre la ciudad.

Ernestó desmontó, y se sentó en uno de los pétalos de la rosa.

Pero de repente…, se oyó un gran estruendo, y ruido de lanzas y espadas blandiendo por encima de sus cabezas. Ernesto se giró, y aquello que hasta entonces le habían parecido inocentes e inofensivas chimeneas, ahora se habían convertido en fuertes y aguerridos solados, que se acercaban más y más.

-¿Qué hacéis aquí?-. Preguntaron unas voces imponentes i ensordecedoras.

Ernesto se creía cada vez más pequeño. Y si ya lo era, imginaros la horrible sensación que estaba experimentando.

Sandra, muy valiente, se interpuso entre los soldados y Ernesto. Sabía que a ella no le harían ningún daño porque venían de la imaginación del mismo padre, Gaudí. Pero Ernesto, sin su ayuda, corría un grave peligro.

El suelo temblaba con cada paso de los soldados, y Ernesto, que no sabía dónde meterse, tenia que hacer grandes esfuerzos para mantenerse enpié y no caer. Sandra habló otra vez con los soldados y les explicó, como hizo con Arnau, el amable dragón del Park Güell, la historia de Ernesto. Los soldados escucharon atentamente. Y lo comprendieron.

-Deberías de habérnoslo contado enseguida, Sandra.- Dijeron los soldados. –Ahora, el pobre Ernesto pensará que somos unos monstruos malvados.-

-Nuestra misión es vigilar y mantener a ralla el dragón malvado que se instaló hace ya muchos años en el tejado de la Casa Batlló, y que atrae a las muchachas con sus colores para asustarlas y comérselas. Hay quién dice, que aquellas columnitas de las ventanas del primer piso, y las barandas con forma de máscaras de carnaval, son los huesitos de las que ya sufrieron su ferocidad. Cualquiera puede ser un espía que trabaja para él.- Explicó a Ernesto otro soldado. –Creímos que quizás lo eras tú.-

Ernesto se quedó boquiabierto ante aquellas enormes figuras. Un poco asustado sí que lo estaba; no podía negarlo. De todos modos, las amables palabras de Sandra y de Alejandro, el jefe de todos aquellos soldados, consiguieron que respirara otra vez tranquilo.

Ernesto y Sandra se quedaron un buen rato escuchando las impresionantes anécdotas que les contaban Alejandro y los demás soldados. De fondo, una agradable melodía que tocaban unos músicos un poco más allá, era la banda sonora perfecta para aquella sorprendente experiencia.

Ernesto aprendía, cada vez más, nuevas y magníficas cosas de Antoni Gaudí a través de sus personajes. Aprendía, sobretodo, que la cultura popular era muy importante para él, y que cada uno de los detalles de cualquiera de sus creaciones estaba lleno de reminiscencias de esta cultura mediterranea, de sabores y de texturas naturales, de luz y de colores, del frescor de su mar y del de su aire.

Sandra y Ernesto se despidieron de sus nuevos amigos y, aunque los soldados les advirtieron de la peligrosidad del dragón de la Casa Batlló, Ernesto quería acercarse de todos modos. Sandra se negó rotundamente desde un principio. Pero su espíritu aventurero, que poco a poco iba despertándose, la empujó a decirle que sí. Sabían que corrían peligro. Pero Ernesto se agarró bien fuerte y Sandra puso el “turbo”.

-Sólo una vez, ¿eh?-. Dijo Sandra.

-¡Sííííí!-. Grito Ernesto muy excitado.

Al lado del dragón, parecían una insignificante y diminuta mosca que quisó espantar, como hacen las vacas con la cola. Por suerte no lo consiguió, y continuaron el camino (mejor dicho, el vuelo) hacia la Sagrada Familia.

El sol empezaba a ponerse detrás de las montañas, y las sombras cada vez eran más y más largas.

Tenían que darse prisa si no querían perder para siempre la oportunidad de encontrar a los padres de Ernesto. Si la luna llegaba a su punto más alto, Ernesto pasaría a forma parte, por siempre jamás, de la imaginación de Gaudí. Aunque pudiera parecerle una idea fabulosa, enseguida se acordó de sus padres, y también de sus amigos del colegio.

-¡Rápido, Sandra! ¡Ya no podemos parar en ningún otro sitio!-. Gritó con fuerza Ernesto para que Sandra la oyera bien.

-¡Venga! ¡Vamos! ¡Adelante!-. Gritó también Sandra haciendo un esfuerzo por aumentar la velocidad.

Llegaron enseguida a la Sagrada Familia. Pero, de golpe, parecía que el tiempo se ralentizaba. Aquello que veía desde la espalda de Sandra, quedaba fuera del alcance de cualquiera. Las impresionantes torres se levantaban majestuosas delante de ellos. Algún día, no muy lejano, unas largas campanas tubulares, desde el interior de cada una de ellas, anunciarán que las genialidad de Gaudí habrá llegado a su zénit. Las recorrieron todas, y miles de pequeños detalles que normalmente pasas desapercibidos, al acercarse, aparecen como una fiel y esmerada representación de la flora y la fauna mediterranea. Cuando el tiempo recuperó su velocidad, ya se dirigían al pináculo verde de los palomos blancos de piedra que hay en la cima de la fachada del Nacimiento. Per Pablo no estaba.

-¡No habrá tiempo, Sandra! Tendré que quedarme aquí para siempre, con vosotros.- Lloriqueaba Ernesto.

Pero, cuando todavía no había acabado de decir todas las letras de la última palabra, se oyó un fuerte golpe. Sandra y Ernesto se giraron, y vieron que Pablo yacía medio aturdido en un rincón.

-¡Caramba! ¡Qué golpe!-. Se quejaba Pablo mientras recuperaba el sentido poco a poco.

-¡Pablo! ¡Pablo!-. Gritaba Ernesto. -¡Tienes que ayudarnos enseguida! ¡No hay tiempo que perder!-.

-¡Quién eres tú, mocoso!-. Preguntó Pablo, frotándose la cabez, ahí mismo dónde había dado con el suelo, y con cara de dolorido.

Sandra le explicó, por tercera vez en un día, todo lo que le había ocurrido a Ernesto. Y todo lo que les había ocurrido a ambos mientras iban a su encuentro a la Sagrada Familia. Lo buscaban a él precisamente porque creían que podría ayudarlos en su asunto.

-Pues… muy a pesar mío, tengo que daros una mala noticia. Yo no sé cómo ayudaros.- Dijo Pablo con una cara de “perdonarme chicos”.

Ernesto cambió la cara. Y empezaba a andar hacia Sandra para pedirle que volasen otra vez al Park Güell, cuando la voz de Pablo los hizo parar de golpe. Sandra tampoco sabía muy bien cómo acabaría todo aquello.

-¡Esperad, esperad! ¡Todavía no os he contado todo!-. Ernesto y Sandra se quedaron quietos. Se dieron la vuelta, y corrieron hacia Pablo.

-¡De verdad sabes alguna cosa! ¡Si sabes más, dínoslo! ¡Venga, dínoslo todo!-. Dijeron Ernesto Y sandra a la vez zarandeando a Pablo.

-Quién podrá ayudaros a devolver a Ernesto con sus padres es el dragón que vigila la entrada de la Finca Güell. Pero tenéis que ir con mucho tiento. Es un dragón muy sabio. Por eso le llaman el Gran Sabio. Pero tiene muy mal genio cuando se le molesta. Deberéis encontrar el modo de acercaros a él sin que se enfade. ¡Además, os pedirá la palabra secreta!-. Les contaba Pablo con mucho misterio.

-¿Una palabra secreta? ¿Y, dónde encontraremos la palabra secreta?-. Preguntó Ernesto un tanto preocupado.

-Es muy importante que acertéis la palabra secreta. Si no la acertáis, el Gran Sabio no os ayudará nunca.- Continuó diciendo Pablo.

-¡Toma! ¡Pués si que es complicado poder charlar un poco con este dragón!-. Exclamó Sandra.

-Ya se sabe. Los sabios, estas cosas, las hacen muy amenudo.- Medio sonrió Pablo, aunque la situación requería un poco más de tacto.

-Pués… ¡no perdamos más tiempo! ¡Venga!-. Gritó Ernesto emocionado y pensativo al mismo tiempo. -Por el camino ya mediatré cuál puede ser esta palabra secreta.-

-¡Os acompañaré! ¡Yo también quiero saber cómo acaba toda esta historia! Además. ¡Ya me tiene visto, y creó que esto nos ayudará!-. Les dijo Pablo, haciéndoles un señal para que subieran a su espalda y llegar así más rápido.

Ernesto estuvo pensando en la palabra secreta todo el vuelo. Pero cuando llegaron a las puertas de la Finca Güell, dónde vive el Gran Sabio, ya había pensado en una palabra que creía podría ser la solución al acertijo. Todas las experiencias y aventuras de aquel día le habían enseñado muchas cosas de Antoni Gaudí, y de su obra.

Ante la imponente figura del dragón, los tres dieron un paso atrás. Daba mucho miedo. La luz era muy escasa en aquel momento del día, y la larga cola, la lengua bífida como la de una serpiente, también las garras destripadoras y sus dientes tan puntiagudos, le daban un aspecto todavía más terrorífico.

De repente, todo empezó a temblar. Les pareció que el dragón abría más su enorme boca para respirar. Sus grandes alas empezaron a moverse. Ernesto, Pablo y Sandra tenían muchísimo miedo.

Entonces, una fuerte voz surgió de entre sus dientes, y que provenía del interior del dragón de hierro forjado.

-¿Quiénes sóis vosostros? ¿Qué hacéis aquí?-.

Pablo le dijo a Ernesto que se quedara un poco apartado. Él y Sandra hablarían con el dragón.

De hecho, el dragón ya sabía quiénes eran, y por qué habían acudido a él. También sabía que uno de ellos acertaría la palabra secreta. No les dejó decir ni media palabra, cuando les pidió, con su voz fuerte y aterradora, esa palabra secreta. Pero ni Sandra, ni Pablo, la sabían.

Ernesto estaba cada vez más nervioso. Y cuando vió que nadie decía nada, y que el tiempo pasaba, avanzó por delante de Pablo y de Sandra y, aunque le habían advertido de que sólo tenía una oportunidad para acertar la palabra secreta, gritó:

 

-Iduag!-.

Pablo y Sandra se miraron. No podían creérselo.

-¿Qué has hecho? ¿Estás loco? Y… ¡ahora qué haremos si no es la palabra correcta!-. Dijeron los dos a la vez medio enfadados.

Ernesto les explicó que, después de haberlo meditado mucho, pensó que la palabra secreta debía tener alguna relación conGaudí. ¡Y qué relación más directa podía existir que su propio nombre! Pero, claro. También había pensado en el hecho que no podía tratarse de ninguna solución que fuera demasiado evidente y, por tanto, el nombre debía pronunciarse al revés. No estaba nada seguro de que fuera así, claro, pero tenía que intentarlo.

Después de que Ernesto hubiera intentado adivinar la palabra secreta, se hizo un silencio muy largo. Ya creían que no lo habían conseguido.

Pero de repente, un viento muy fuerte les tiró al suelo. ¿La magia de Gaudí? El dragón habló de nuevo.

Los tres saltaron de alegría. Esto quería decir, definitivamente, que “iduag” era la palabra secreta. Gaudí, si le damos la vuelta. Todo lo que había aprendido aquél día dió sus frutos justo en aquel preciso momento. Ernesto sabía que todo aquello que se aprende, en un momento u otro, tiene su utilidad.

-¡Acércate! ¡Sube aquí, en mi lengua!-. Le dijo secretamente el dragón a Ernesto.

Ernesto tenía bastante miedo. Siempre fué muy valiente, pero a lo largo de ese día, en algunos momentos, el miedo había ganado. ¡Pero, era normal que tuviera miedo! Quién no tendría miedo delante de aquella especie de monstruo. ¿Se lo comería si subía a su lengua?

¡Claro que no! Era un dragón sabio, no un devorador de niños. Además, había adivinado la palabra secreta porque era un chaval muy inteligente y avispado.

-Pero, ¿qué pasará contigo, Sandra? ¿Sólo podemos pedir una cosa? ¿Cómo volverás a tu sitio, en el Park Güell?-. Preguntó Ernesto a Sandra, un poco triste.

Sandra le explicó que se había dejado caer. Era verdad que Pablo habóa chocado con ella. ¡Y le hizo bastante daño! De ese modo se conocieron. Ya se lo había contado. Pero no llegó nunca a caerse. Ella se puso detrás de la montañita de polvo, a llorar, en broma, porque vió que él se había quedado solo. ¡Y quería ayudarlo! ¡Claro que sí!

-¡Escucha!-. Le dijo el dragón a Ernesto.

Desde el fondo de la garganta empezaron a subir unas voces muy lejanas.

-¡Ernesto, Ernesto!-. Parecía la voz de su madre, que lo llamaba desde muy lejos.

-¡Ernesto!-. ¿Era posible que fuese su padre?

-¡Mamá! ¡Papá! ¿Dónde estáis?-. Gritó con fuerza Ernesto. -¡Os oigo, pero no os veo!-.

-¡Ernesto, Ernesto!-. Las voces cada vez estaban más cerca.

-¡Ernesto!-. Ahora las voces estaban ahí mismo.

-¡Ernesto! ¡Despierta! ¡Tenemos que volver a casa!-. Le dijo su padre, suavemente para que no se asustara.

-¡Mamá! ¿Qué haces aquí!-. Le preguntó Ernesto cuando abrió los ojos.

Todo había desaparecido. Sandra. Pablo. El Gran Sabio. Ahora estaba otra vez en uno de los bancos de la plaza del Park Güell.

-¿Papá? ¿Y tú? ¿Que no os habíais ido?-.

-Pero… ¿qué dices, Ernesto?-. Le preguntó su padre con una ligera sonrisa. -¡Has dormido hasta ahora! ¡Ya era hora que te despertases!-.

Ernesto no podía creer lo que veía. Ni lo que oía. Pero… ya se sabe. Después de comer, en verano, cuando el calor ya no es tan fuerte, apetece mucho hechar una siesta.

Cuando ya se iban, Ernesto les explicó todo lo que le había pasado esa tarde. Y el modo cómo les había encontrado. Pero… si se había quedado dormido todo el rato… ¿quería decir eso que todo había sido un sueño?

Mientras caminaba pensativo, sentado en el hombro de su madre, vió que una pequeña baldosa, un poco más allá, brillaba con fuerza. ¿Era Sandra que le guiñaba el ojo con complicidad?



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