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Dalí: una vida entre el arte y el escándalo
MADRID.- Ella había llegado a Cadaqués junto con su compañero,
el poeta Paul Eluard. Ebrio de un amor que parecía, más que flechazo, predestinación,
él quiso deslumbrarla. De modo que se afeitó las axilas y las pintó
de azul, embadurnó su camisa con cola de pescado y excremento de cabra, se calzó
un collar de perlas en el cuello y remató con un geranio rojo en la oreja. "Cuando
la encontré no pude hablarle, sacudido por una risa demente, cataclismo, fanatismo,
abismo, terror. Al día siguiente ella me tomó la mano y calmó esa risa.
Me dijo gravemente: «Mi pequeño, ya no vamos a separarnos»".
Aquello no fue frío cálculo, sino el manotazo de ahogado de un tímido
irredimible que, a los 25 años, se sentía tanto un pintor genial como un perfecto
ignorante respecto de las mujeres. Esa rusa de ojos fríos y penetrantes que le llevaba
diez años pondría remedio a esa angustia y marcaría un punto de inflexión
en la vida de Salvador Dalí. "Gala me oyó. Me adoptó. Fui su recién
nacido. Su niño. Su hijo. Su amante."
Según el pintor, Helena Ivanovna Diakonova -tal su verdadero nombre- lo salvó
de la locura. Con ella, su repertorio de excentricidades y aquella paranoia que luego convirtió
en método de trabajo encontrarían cauce y forjarían el mito Dalí,
alimentado tanto por las imágenes oníricas que plasmaba en el lienzo como
por la interminable serie de provocaciones que desplegó con tenacidad hasta el último
de sus días.
¿Loco o farsante? ¿Artista genial o frívolo precursor del marketing
personal? A cien años de su nacimiento y a 15 de su muerte, la estela del mito aún
oscurece la imagen del hombre de carne y hueso. Amado y odiado, siempre polémico,
muchos de los biógrafos que han salido a darle caza lo pintan como un ser marcado
por la fantasmal figura de un hermano fallecido y un padre autoritario al que adoraba y
temía, como un hombre que escondió sus complejos -enraizados en el cuerpo
y la sexualidad- tras las infinitas máscaras que urdió a lo largo de su vida.
Un sustituto
Salvador Felipe Jacinto Dalí Domenech nace el 11 de mayo de 1904 en Figueras, Cataluña,
a unos 30 kilómetros de Cadaqués, un pueblito a orillas del Mediterráneo
cuyos cielos azules encontrarán un lugar privilegiado en su iconografía imaginaria.
Como Van Gogh, recibe el nombre que había llevado un hermano mayor ya muerto. Sólo
nueve meses y diez días antes de que el pintor naciera, un catarro infeccioso había
terminado con la existencia de Salvador I cuando el chico no tenía aún dos
años, según precisa Ian Gibson en La vida desaforada de Salvador Dalí
(Anagrama, 1998), una de las biografías mejor documentadas del catalán.
"A los ojos de mi padre, yo era la mitad de mi persona, o un sustituto. Mi alma se
retorcía de dolor y de rabia bajo ese láser que la taladraba sin cesar buscando
al otro que ya no existía", recordará Dalí.
De cualquier modo, el pequeño Salvador creció como un chico mimado, cuyos
padres satisfacían puntualmente sus caprichos. Un vecino, Ramón Pichot, lo
introduce en el mundo de la pintura, y desde los diez años Dalí espera los
veranos y las largas vacaciones familiares en Cadaqués, donde bajo el influjo de
los impresionistas encuentra en la naturaleza inspiración para su incipiente pintura.
Además de pintar, el artista cachorro lee a Kant y a Spinoza, y cosecha elogios
en su primera exposición en Figueras. Acompañado por su padre y su hermana,
Ana María, en 1922 parte para Madrid a estudiar Bellas Artes. "Tal vez sea menospreciado
o incomprendido, pero seré un genio, un gran genio", había apuntado en
su diario, al trazar con apenas 16 años su programa de vida.
En la Residencia de Estudiantes de Madrid traba amistad -en la que cabrán requisitorias
amorosas, celos y desplantes- con Federico García Lorca y Luis Buñuel. Juntos
conformarán un trío vanguardista en medio del cual el joven Dalí se
halla en su elemento y pasa de la timidez a la rebeldía: será expulsado de
la Escuela de Bellas Artes y hasta terminará preso en Gerona por quemar una bandera
española.
Pero la verdadera revolución sobreviene con la irrupción de Gala, en agosto
de 1929, que precipita la inmersión de Dalí en el surrealismo y la ruptura
con su padre. ¿Cómo iba a permitir aquel escribano reaccionario que su hijo
saliera con esa "madame" casada y desvergonzada cuyo topless escandalizaba a los
lugareños?
El notario toma cartas en el asunto y deshereda a su hijo. La gota que rebalsa el vaso
llega unos meses después, cuando una de las obras que el pintor presenta en la galería
Goemans de París provoca otro escándalo. Se trata de Sagrado Corazón
-que expone junto a otros cuadros emblemáticos de ese período, como El juego
lúgubre y El gran masturbador-, en el que sobre una silueta del corazón de
Jesús había escrito: "Escupo sobre el retrato de mi madre".
Encolerizado, el notario expulsa a su hijo de casa y le hace saber que no quiere verlo
cerca. "Mal espiritual no puedo causarle ninguno porque es un hombre que está
completamente envilecido, pero puedo causarle un mal físico porque todavía
tiene carne y huesos", le advierte mediante una carta furibunda remitida a Buñuel,
con quien Dalí ya había escrito el guión de Un perro andaluz (con aquella
escena brutal del ojo cortado con una navaja), que ambos filman en París. Allí
había conocido a su admirado Picasso y luego, de la mano de Joan Miró, al
grupo surrealista y al poeta André Breton, que en 1924 había redactado el
Primer Manifiesto, carta fundacional del movimiento.
Gestión del notario mediante, los hoteles de Cadaqués niegan alojamiento
a la pareja y Dalí y su musa construyen su nido de amor en el vecino Port Lligat,
frente al cabo de Creus, en una primitiva barraca sin luz ni agua que compran por 250 pesetas.
Aquel caserío habitado por una decena de oscuros pescadores es el fin del mundo,
pero Dalí lo convierte en el centro de su universo, y allí ampliará
aluvionalmente su casa a medida que sus ingresos mejoran.
Además de iniciarlo en el sexo, Gala -que había sido amante de otros reconocidos
artistas de la época, como Max Ernst y Man Ray- comenzó a manejar las relaciones
públicas y los negocios del pintor. Sabría cómo hacer cotizar el "producto
Dalí", en tanto el artista aprendía a volver rentables sus escándalos
y provocaciones.
Para muchos, la influencia de Gala lo salvó de la locura, pero también lo
condenó a una permanente puesta en escena que terminó adueñándose
tanto de su vida como de su pintura, donde otros encontraban plasmados los paisajes más
secretos y oscuros del inconsciente.
Dalí se convertirá en un adalid del surrealismo, visitará a su venerado
Sigmund Freud (que lo describe a Stefan Zweig como "un fanático"), y desde
la década del 30 viajará a una Nueva York que delira por ese personaje extravagante
que no tarda en conquistar a los ricos y snobs de la ciudad. "Me encuentro en medio
de una cascada de cheques que llegan como una diarrea", dirá él, tan
escatológico como siempre.
Harto de su personalidad egocéntrica, Breton lo echa del surrealismo debido a su
pasión por el dinero y a una supuesta simpatía por Hitler -que el pintor desmintió-
y arma con las letras de su nombre el anagrama Avida dollars.
"No podéis expulsarme. El surrealismo soy yo", responde Dalí, que
vivió en Estados Unidos de 1940 a 1948. Allí decoró vidrieras, diseñó
colecciones de joyas, así como trajes y decorados para distintas puestas teatrales,
y proyectó con Walt Disney un film que nunca se llevó a cabo.
El nombre Dalí, convertido en marca, provee los dólares que pagan los gustos
caros de la pareja, entre los que Gala incluye su poblada corte de amantes, en cuyas filas
revistaron muchos de los modelos de los cuadros del pintor.
Hijo pródigo
En 1948, el artista regresa como hijo pródigo a Figueras y a su casa de Port Lligat,
y se produce una corta reconciliación con su padre. Confeso admirador de Velázquez,
Rafael y Vermeer, se propone dejar atrás aquellas playas fantasmagórica
EMOL
Martes 11 de mayo de 2004
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