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Lavadoras Alí
En una película de 1966, se ve a Dalí sentado,
en trance de dar comienzo a la lectura de un volumen. Habla. «Adoro
los libros, son mi comida favorita». Arranca las páginas
y empieza a comérselas. Hasta en sus intervenciones minúsculas,
el artista Ðcuyo centenario nos acosaÐ supo poner el genio
al alcance de todas las imaginaciones. Su obra es un desafío
interminable a la lógica, en la línea de Lewis Carroll,
Oscar Wilde y Groucho Marx. La afinidad con el creador de Alicia
se extiende a comentarios de una crueldad pueril, como en «No
es extraño que Van Gogh acabara cortándose una oreja,
es lo mínimo que podía hacer viendo los cuadros
que le salían».
Un siglo después de Dalí, sorprende plantearse
cómo logró sobreponerse a un entorno acechante,
que publica incansablemente las reminiscencias de cada cena, desayuno
o trayecto en taxi en compañía del artista catalán.
Cuando Breton lo condenó al anagrama de Avida Dollars,
no estaba denunciando un mercantilismo incompatible con la fe
surrealista, sino que levantaba la veda para cualquier transposición
de las letras del campeón mundial del transformismo. Por
ejemplo, en Lavadoras Alí. Toda recomposición de
la ortografía daliniana tiene sentido, y también
ésta, dado que su pensamiento funcionaba como una centrifugadora,
fabricaba piezas en cadena y le preocupaba sobremanera su precio.
La mayoría de seres humanos no soportarían ser
Salvador Dalí ni un día de su existencia. El mérito
aplastante del pintor de Figueres consiste en haberse mantenido
fiel a su papel, en dedicación exclusiva y completa. Como
dirían sus admirados norteamericanos, 24/7. Esclavo de
su tiempo, no podía cortar impunemente el cordón
umbilical que le unía al clasicismo pictórico. Sin
embargo, en la apoteosis actual de la instalación y el
concepto, se comprende que el único error del hijo de un
notario consistió en acertar antes de tiempo. Se anticipó
a los artistas que han degradado su cotidianeidad en obra de arte.
Lo más llamativo de la contemporaneidad consiste en que,
después de Dalí, alguien pueda asombrarse frente
a un tiburón conservado en formol.
Se proclamó Salvador del arte moderno, y no fue su pretensión
más estrambótica ni desmesurada. La producción
daliniana más elaborada, hasta el punto de que a veces
parecía de carne y hueso, fue Andy Warhol. El parentesco
alcanza a su propio nombre, de donde se puede extraer el Daly
americanizado. Se divinizó para trivializar la divinidad.
Por fuerza tenía que chocar contra los campeones de la
razón. Por ejemplo, cuando Jorge Oteiza contrastaba en
un ensayo a los inventores de la realidad ÐGreco, Zurbarán,
Goya y PicassoÐ, frente a los arregladores de vitrinas ÐQuevedo,
Valdés Leal, Gaudí, Salvador DalíÐ.
Dalí hablaba infinitamente de Vermeer, pero debió
molestarle especialmente que El Bosco Ðpadre con Brueghel
del surrealismoÐ ya estuviera inventado. Cualquier doctrina
le servía para autodefinirse, ya fuera el masoquismo moralizante
o la neurosis colonial, a condición de que su originalidad
estuviera garantizada. Cuando la mayoría de artistas agotan
su impacto en la obra primeriza, gozó de la fertilidad
que lo emparenta a poetas como Neruda. Era otro argumento en su
contra, en una sociedad que tiende a desconfiar de los creadores
que lo tienen demasiado fácil. Puesto que sus capacidades
artísticas están demasiado manoseadas, se le puede
rescatar como escritor, una condición menos expuesta. Y
una vez en este campo, deleitarse con las torsiones idiomáticas
en «Picasso es comunista, yo tampoco».
Afirmar que Dalí era franquista a su manera, es una forma
de garantizar que no era franquista de ninguna manera. Sin embargo,
está encasillado a perpetuidad bajo la filiación
de la dictadura. Este rasgo obliga a consignarle carencias, para
ser artísticamente correcto y como si la profesión
de fe en el dictador no fuera grotesca en sí misma, sino
que debiera manifestarse por fuerza en sus pinceles. Una argumentación
digna de Franco y sus secuaces, por cierto. El prejuicio no contaminó
a la prensa izquierdista francesa, y «Libération»
le concedió la portada íntegra a su muerte. Y para
que el centenario sea enteramente daliniano, una cuñada
de Bush Ðdoña Columba, la esposa de JebÐ preside
el comité del centenario, en el museo de Florida que alberga
una parte importantísima de su obra.
Matías Vallés
Levante Digital
Lunes, 29 Diciembre 2003 |