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Primer premio - Categoría de Narración Corta MÁS ALLÁ DE LOS SUEÑOS Esther S. Ayuso Pocas personas existen, incluso entre los pensadores más serenos, que no hayan creído alguna vez en lo sobrenatural, enfrentándose a ciertas coincidencias tan extraordinarias, que la inteligencia se siente incapaz de considerarlas como tales... (EDGAR ALLAN POE).
A pesar de que han pasado demasiados años, o quizás precisamente por eso, y desde la serenidad y perspectiva que otorga el llegar a determinada edad, necesito rememorar las extrañas circunstancias en las que, hace ya más de medio siglo, llegue a verme envuelta. Sé que puede haber quien no me crea, quien ante la narración de unos hechos tan sorprendentes juzgue que lo que ocurrió no fue más que el resultado de una ficción bien urdida, alimentada por una imaginación demasiado viva; una peculiar sugestión, e incluso no descartaría, que alguien pudiera pensar que la senilidad me ha afectado el buen juicio. Nada de esto me ofendería, ni podría importarme, puesto que en mí sólo queda la intención de dar testimonio de lo ocurrido. Mi único deseo es sincerarme, no llevarme este secreto conmigo, y por fin encontrar la tranquilidad y el reposo que mi conciencia necesita. Sé que hubiera debido sacar a la luz estos hechos mucho antes, y no lo hice. Soy culpable. Tuve miedo. Miedo de que se dudara de mí, de que entonces se pusiera en entredicho mi cordura, miedo de... ¡tantas cosas! Pero ya nada de eso puede afectarme. Si todos estos años he podido vivir con el espíritu tranquilo, es porque, la decisión que tomé de mantenerme en silencio, ni hubiera cambiado los hechos, ni podría perjudicar a nadie. Tampoco lo hará ahora mi decisión de esclarecer la verdad. Pero desde lo más profundo de mi ser, siento una necesidad apremiante de liberarme de este secreto, de compartirlo con alguien más que con mi propia soledad. Esta es la historia de lo acontecido en la manera en que sucedió, o al menos tal y como yo acierto a recordarlo. Después de leer mi relato serán ustedes quienes deban juzgar... Marina Mateu. Resulta curioso como el tiempo
transcurrido suele, inevitablemente, empañar con un velo la memoria, pero aún
hoy, recuerdo vivamente lo que experimenté nada más llegar; una emoción
embriagadora, fascinante, difícil de describir, como si me encontrara en un lugar familiarmente
conocido, algo así como una suerte de presagio, una clara sensación de déjà
vu. Nunca antes de aquel día había tomado conciencia de la majestuosidad de
aquel edificio. Sin duda, habría pasado un sinfín de veces delante suyo, pero
sin detenerme, sin prestar apenas atención a los detalles, a lo evidente; como la armoniosa
y rítmica tribuna que sobresale en la grisácea fachada de piedra del palacio. Tardaría algunos días en sobreponerme a aquella primera impresión, pero después no pude menos que abandonarme al cúmulo de intensas percepciones que afloraban en mí cada vez que traspasaba los enormes arcos catenarios de acceso al palacio, flanqueados por las imponentes puertas de hierro forjado, decoradas con las iniciales de don Eusebi Güell, entre las que, cargado de simbolismos, se erigía, emblemático, el escudo rematado por un águila en la parte superior. Tal vez fuera porque aún
era demasiado joven y estaba embebida de un idealista y decadente espíritu romántico,
pero cada vez que atravesaba el umbral me sentía trasportada a otro siglo, a otra época,
evocando las tertulias literarias y artísticas de antaño, las grandes recepciones,
la intensa vida social... Numerosas veces me he preguntado que hubiera ocurrido si mi carácter no hubiera sido tan sugestionable, pero a la vez tan testarudo. ¿Hubiera entonces llegado a descubrir la verdadera historia de Carlota...? Aquella primavera de 2002, fui contratada junto a otros nueve jóvenes para ejercer como guía dentro del Palau. Nada me diferenciaba entonces de mis compañeros, tal vez es posible que fuera algo más callada, debido a la timidez que me ha caracterizado desde siempre, pero podía decirse de todos nosotros, que éramos jóvenes despreocupados, vitalistas, con la alegría propia de los veintipocos años. La mayoría no hacía demasiados meses que habíamos terminado nuestros estudios, por lo que este empleo significaba una gran oportunidad. Aquello nos llenaba de optimismo. Sin embargo no tardaría en sentirme ciertamente distinta a los demás. Desde el primer momento, con gran sorpresa por mi parte, me desenvolví especialmente bien entre aquellas salas. Adivinaba, con un extraño sentido intuitivo, donde se encontraban las estancias de los personajes que otrora habitaron el palacio. Parecía conocer, con una extraordinaria certeza, la ubicación exacta de los muebles que permanecían allí expuestos. Algo desconcertada, decidí restarle importancia al asunto, intentando encontrar la explicación en un, quizás, exceso de información; intenté documentarme lo máximo posible antes de comenzar a desarrollar mi tarea. Había leído demasiados libros, visionado fotografías antiguas, había estudiado exhaustivamente la historia del Palau Güell... Lo más acertado era pensar que todos aquellos datos se hubieran quedado grabados inconscientemente en mi memoria. Era algo normal. Pero este comportamiento, no obstante, fue considerado por mis compañeros cuanto menos extraño, y no tardaron en tildarme de "rara", e incluso en algún caso llegué a notar una cierta antipatía hacia mi persona, ya que creían ver en esta conducta cierta actitud teatral y forzada por mi parte, algo de lo que yo, en vano, intentaba hacerles comprender que no era cierto. De esta manera me fui distanciando poco a poco del grupo, y en los escasos ratos libres de que disponíamos (entre visita y visita), me dedicaba a curiosear sola por las dependencias del palacio, especialmente por los salones de la planta noble, cuyos sugestivos nombres: "la sala de confianza", "el salón de los pasos perdidos", invitaban por sí solos a la ensoñación... Me detenía observando la inusual riqueza de detalles; los distintos mármoles, las numerosas columnas, la suntuosidad de los artesonados, la imaginativa decoración. Todo llamaba mi atención, pero, sin duda, tanto por lo excepcional de sus dimensiones, como por la espectacular distribución del espacio, uno de mis favoritos era el gran salón central, pieza singular por excelencia, donde la doble cúpula de perfil parabólico, salpicada de pequeños orificios circulares simulando ser estrellas (a la manera de las bóvedas de los baños árabes), dejaba pasar la luz de una forma tamizada, dando a la estancia una peculiar ambientación, sumergiéndola en una enigmática penumbra. Paulatinamente, de manera silenciosa, comencé a adentrarme, sin pudor, en los misteriosos recovecos de la casa, llegando a conocer muy bien todo el edificio. De igual forma, aprovechaba mi condición privilegiada para introducirme sigilosamente en las salas de acceso restringido para los visitantes del Palau. Mientras mis compañeros solían hacer un descanso para tomar un café, yo descendía hacia las caballerizas, cuyo aire de mazmorra medieval me cautivaba, hechizándome con su misterioso bosque de columnas fungiformes. Me encantaba perderme entre ellas, disfrutando de la quietud de la sala para leer, o simplemente para relajarme. Otras veces salía al patio, y me detenía observando la balconada de estilo oriental, realizada con persianas venecianas de madera y elementos cerámicos, cuyo ingenioso sistema de parasol decoraba la fachada posterior. En los días luminosos, remoloneaba junto a la azotea, salpicada toda ella de chimeneas, claraboyas y torres de ventilación, unas realizadas con simple ladrillo, otras decoradas con trencadís, todas distintas, todas únicas, creando una sinfonía cromática enmarcada por la proximidad azulada del mediterráneo... Pero de todas, una estancia en particular ejercía sobre mí una intensa fascinación: la que fuera, en su día, habitación privada de la primogénita del conde; Isabel Güell... El motivo que atraía poderosamente mi atención era un insólito y atrevido mueble colocado allí; una especie de tocador, un "boudoir". Mi impresión era que se trataba casi de un objeto encantado, dotado de una vida sonámbula, crepuscular. El tiempo dejaba de existir mientras me entregaba al deleite de su contemplación, admirándolo largamente, observándolo con detenimiento, intuyendo, intentando adivinar, que recóndito secreto femenino debía, sin duda, esconder; algo importante, algo que por mucho tiempo había permanecido escondido, invisible, y que ante mis ojos, pugnaba por salir... Sabía que se trataba de una de las piezas más originales diseñadas por Gaudí. Llamaba la atención por su disposición asimétrica, cargada de movimiento, pues sus cinco patas, simulando las de alguna especie animal, parecían dar la impresión de que podrían cobrar vida en cualquier momento. Dos de estas patas, formaban asimismo la base de un coqueto escabel, el lugar perfecto para, en aquellos tiempos, ajustarse la media o anudarse el botín. En el centro, sobre el sinuoso tablero que hacía las veces de mesa, flanqueado por tres estantes a distintas alturas y por dos armarios cilíndricos a ambos lados (uno opaco y de pequeño tamaño; el otro, considerablemente mayor, decorado con una especie de calado metálico), se alzaba un gran espejo ladeado, cuyo vacío en la parte inferior invitaba a traspasarlo, a convertirse en una audaz Alicia, intentando averiguar que indescifrable enigma se ocultaría al otro lado... Según iban transcurriendo los meses, el estado de ensimismamiento en que parecía sumida fue empeorando. El afán por descubrir cualquier dato relacionado con el Palau Güell se convirtió en una maniática obsesión. Empecé a comportarme de una forma huraña, taciturna, sin encontrar apenas tiempo para otra cosa que no fuera el trabajo o la investigación. Pese a todo, alcanzaba a darme cuenta de que algo extraño me ocurría, sin que nada pudiera hacer por evitarlo. Me sentía presa de una excitación sin límites, como si el poderoso influjo que sobre mí ejercía el palacio, me hubiera trastornado. Mi estado de ánimo empezó a verse seriamente alterado. Prácticamente no comía, dormía muy poco, y cuando por fin conseguía lograrlo, los sueños, de forma recurrente, se convertían en algo similar a pesadillas; me veía a mí misma vagando errante por los pasillos del palacio, vestida con ropas de época, deslizándome cautelosa... Cierta noche, en una de estas quimeras, el que parecía ser mi rostro comenzó a desdibujarse, transformándose paulatinamente en el de una mujer distinta... Gradualmente, los rasgos de la joven desconocida comenzaron a definirse: su silueta era menuda, no parecía aparentar más de diecisiete o dieciocho años; de una palidez sublime que contrastaba con su cabellera oscura, pero que sin embargo, armonizaba perfectamente en su rostro delicado, aportándole un aire de extrema fragilidad. Destacaba en ella su expresión ausente, melancólica, la mirada perdida, empañada por una pátina de tristeza, como si fuera portadora de un gran secreto, de una terrible carga, algo que jamás debería revelar. Al principio, estas imágenes eran difusas, etéreas, obviamente oníricas, pero posteriormente fueron tomando fuerza, haciéndose más nítidas, mostrándome, en una especie de flash-backs, imágenes del pasado, de otros tiempos, como si se tratara de una vieja historia de cine mudo. A partir de aquel momento, inevitablemente, siempre era la misma joven la que aparecía en los sueños, pero, por alguna extraña razón, tuve la certeza inexplicable de que seguía siendo yo misma, de tal manera que no tardé en aceptar su historia, la que parecía intentar trasmitirme, como propia. En mis ensoñaciones, solía aparecer casi incorpórea, mientras atravesaba lenta y suavemente las distintas estancias, como si flotara, como la sombra de una danzarina hechizada, e irremisiblemente, noche tras noche, sueño tras sueño, encaminaba sus pasos hacia la habitación en la que se encontraba el boudoir. Al llegar allí se situaba frente al mueble, nerviosa, agitada, como si buscase algo... Entonces me despertaba sobresaltada, con una terrible sensación de angustia, de intranquilidad, con la amarga incertidumbre de que existían un montón de preguntas para las cuales no encontraba ninguna respuesta. Asustada y confundida, comencé a tomar la costumbre de escribir estas visiones que se repetían una y otra vez, intentando descifrar alguna clave en ellas, algo coherente que sirviera para encontrar alguna explicación. Mientras, de la misma manera que lo hacía mi carácter, mi apariencia fue cambiando. La melena que siempre había llevado, suelta y rizada, fue sustituida por un recogido a la manera finisecular. De igual forma abandoné la ropa informal que solía utilizar, por una indumentaria que a los demás resultaba extravagante y anacrónica, pero que a mí, en un vano intento por asimilarme con esa otra mujer que se filtraba en mis sueños, me hacía sentir reafirmada en mis convicciones. Este comportamiento aumentó aún más la evidente lejanía que existía entre los otros guías y yo, además de granjearme entre ellos el sobrenombre de "la decimonónica", cosa que lejos de importarme, casi me halagaba, porque íntimamente daba por hecho dos cosas: la primera, que la joven frágil y menuda que se me aparecía, había existido realmente. Pero, además, que esa persona no podía tratarse de otra más que de mí misma; algo así como el reflejo de una vida anterior, una imagen dormida de mi pasado, obviamente relacionada con algo que sucedió en el palacio, y que, por alguna razón yo debía descubrir... Nunca anteriormente me habían interesado ese tipo de historias acerca de fantasmas, reencarnaciones, o supercherías relacionadas con el más allá. Pero si no era así ¿De qué otra forma podría explicar lo que me estaba ocurriendo? De ninguna manera quería creer que todo pudiera ser fruto de un delirio, de la imaginación. Decidí poner más empeño en la búsqueda de la solución. Cuando terminaba mi turno en el Palau, en mis días libres, continuaba, con un ansia febril, intentando encontrar información en las bibliotecas, indagando en los archivos, investigando en cualquier lugar donde pudiera seguir documentándome, donde pudiera encontrar una pista, cualquier cosa, algo lo bastante sólido a lo que aferrarme, algo que justificara mi absurda manera de pensar. Una tarde en la hemeroteca, hojeando
entre las páginas de los diarios, casi por casualidad, encontré un párrafo,
fechado en septiembre de 1892, que se refería, vagamente, a la extraña desaparición
de una doncella en el Palau Güell. Se trataba de una publicación algo sensacionalista,
pues su forma de abordar el tema no parecía demasiado seria, pero tuve la corazonada
de que andaba por el buen camino. A excepción de este, no pude encontrar ningún otro artículo que ayudara a esclarecer el misterio de la muchacha desaparecida, de la que no volvía a comentarse nada más. Tan sólo leyendo entre líneas, conseguí atar algunos cabos sueltos. Varios empleados, impresionables y aprensivos, prefirieron imaginar historias de carácter sobrenatural antes que buscar una explicación más simple, como podía ser el hecho de que la joven hubiera decidido huir; y, maliciosamente, comenzaron a levantar el rumor de que el palacio podría estar embrujado. Los Condes Güell, preocupados porque estas habladurías consiguieran dañar la reputada imagen del Palau como escenario de una intensa vida social, debieron sugerir veladamente al periódico que no se continuara escribiendo sobre tan desafortunado incidente. Aunque lo más clarificador para mí, sin duda, resultaría ser la imagen que se adjuntaba junto al artículo, tomada cierto tiempo atrás en uno de los salones del palacio, en la cual podía verse, posando, a gran parte del personal de servicio de la familia Güell, y entre todos ellos, señalada por un círculo rojo, destacaba enigmático, indescifrable, el rostro de Carlota Gibert ... Indudablemente, y pese a la mala calidad de la fotografía, no tuve más remedio que reconocer en ella a la melancólica joven que aparecía de forma reiterada en mis sueños. Después de lo que había
averiguado, no me quedaba ninguna duda de que la clave parecía estar en el mueble tocador,
el boudoir. El paso siguiente era investigar en torno a él. Tal vez allí encontraría
alguna nueva pista. El Palau parecía estar sumido en una penumbra que se convirtió en mi cómplice, arropándome con su oscuridad. Me introduje sigilosamente en la habitación, procurando que nadie se percatara de mi presencia allí. Empecé a acariciar el mueble, sus formas asimétricas, desiguales y onduladas. Pasé las manos por la fría luna, con el deseo de que algo sucediera de repente, pero lógicamente nada pasó. Con cuidado, guardándome de no hacer ningún ruido, abrí las puertas de los armarios, que obviamente se encontraban vacíos. Desilusionada continué observando el boudoir por un espacio indeterminado de tiempo... Estaba a punto de abandonar la búsqueda, cuando una especie de intuición me hizo volver sobre mis pasos. Instintivamente alcé mi pie derecho hacia el escabel, pisándolo, como si tuviera la intención de anudarme el zapato. Sin saber muy bien porqué, empecé a girar con cuidado una de las piezas metálicas que sujetaban los estantes. Nada ocurrió. Volví a girar la pieza una segunda vez. Giré una tercera. Todo seguía igual. No fue hasta que de nuevo puse el pie en el suelo, cuando en el silencio escuché un chasquido, algo parecido a un engranaje que se movía, liberando un resorte que dejaba al descubierto un cajón secreto. Ante mi asombro, la pequeña columna helicoidal que servía de pilar al escabel, uniéndolo al resto de la pieza, resultó ser hueca, mostrando por debajo del asiento un cilindro ligeramente más pequeño, con una abertura de unos pocos centímetros, el escondrijo perfecto donde guardar una pequeña joya, o tal vez un grupo de cartas o papeles enrollados. Introduje mi mano en la hendidura, presa de un gran excitación y no me sorprendió encontrar un pequeño paquete atado con una cinta, casi lo esperaba. Lo guardé bajo mi ropa sin apenas mirarlo, y empujando la pieza hacia arriba volví a dejar el cajón secreto en su posición inicial. Salí de la estancia apresuradamente. Nadie me había visto. No me quedaba entonces más que desear que el tiempo pasara lo más aprisa posible, para poder estar a solas cuanto antes y descubrir lo que escondía mi hallazgo. Cuando por fin llegue a casa, nerviosa, lo primero que hice fue desatar el lazo y desenrollar el paquete, extendiéndolo con sumo cuidado, dejando entonces al descubierto unos viejos escritos, varias cartas y lo que parecía una fotografía, pero que resultó ser un recorte de periódico antiguo. La mayoría de las cartas, selladas, parecían haber sido escritas por la misma persona. Los otros papeles, una serie de apuntes realizados con una esmerada caligrafía, llevaban la firma de Isabel Güell, y supuse que formaban parte de su diario. Me decidí a leerlos en primer lugar y he aquí parte de su trascripción: Barcelona, febrero de 1900.
“Sé que prometí no desvelar nunca el secreto de Carlota, y que finalmente he faltado a ese juramento. De alguna manera, no me quedó más remedio que hacerlo. A los pocos días de su desaparición, mi padre, aprovechando que me encontraba sola, se acercó hasta la salita donde yo estaba, y, con un semblante extremadamente serio, empeñándose en que necesitaba hablar conmigo, me instó a que le dijera la verdad. No tuve fuerzas ni valor para mentirle mientras clavaba en mis ojos esa mirada suya tan firme. Estaba asustada. Pero lejos de reprenderme, que era lo que yo esperaba, me pidió que siguiera manteniéndome fiel a mi palabra y que nunca le dijera a nadie lo que verdaderamente había ocurrido, pues también él guardaría el secreto. Asimismo me aconsejó que, si tenía ocasión, no dejara de ayudar en la medida de lo posible a la joven, cosa que intenté hacer durante el espacio de tiempo en que seguí teniendo noticias suyas. Todo empezaría dos años atrás, cuando Carlota comenzó a trabajar con nosotros. Venía acompañada del señor Gaudí, el arquitecto. No llevaba demasiado tiempo en la ciudad, procedía de Vinyols, un pequeño pueblo cerca de Reus, y, pese a ser tan joven, la mala fortuna ya le había golpeado repetidamente; hacía apenas unos meses que se había quedado huérfana. El padre había fallecido tan sólo un año antes, y la madre, al enviudar, decidió trasladarse a Barcelona en busca de mejores oportunidades para ella y su hija. Aquella infortunada mujer, ya gravemente enferma, aunque sin sospecharlo, entró a trabajar como cocinera en un colegio de monjas, las religiosas de Jesús-María, donde Carlota podía continuar sus estudios, y a la vez ayudar en el trabajo, colaborando al buen funcionamiento de la institución. Al morir la madre, la joven, en extrema situación de desamparo, rogó a las religiosas que le ayudaran a encontrar un buen empleo, y la superiora del colegio, quien mantenía una cordial amistad con la familia Gaudí, habló con el arquitecto para que intercediera por su joven paisana, recomendándola a don Eusebi Güell, su mecenas, para que entrara a trabajar como criada. Mi padre, al recibir esta petición directamente del señor Gaudí, aceptó de inmediato, y de esa manera Carlota Gibert se incorporó al servicio de nuestra familia. Se la veía una muchacha reservada, introvertida; ruborizándose cada vez que alguien le hablaba, bajando la vista hacía el suelo, como si con ese gesto deseara desaparecer, esfumarse de la mirada inquisitiva de los demás. Me conmovía su evidente timidez, su rostro infantil y su expresión de extraordinario asombro ante la señorial morada que se alzaba ante sus ojos. Me enterneció aún más cuando estuve al corriente de sus infortunios, y decidí, en aquel momento, acogerla bajo mi tutela personal, para lo cual suplique a mis padres que se convirtiera en mi doncella personal. Era apenas dos años más joven que yo, y pensé que sería una buena idea. En realidad, lo que yo necesitaba era una buena amiga, una confidente, alguien con quien poder compartir mis cuitas, con quien hablar... Carlota pronto se acomodó al ambiente que reinaba en nuestra familia, y aunque era poco comunicativa con los demás, conmigo compartía sus secretos, existiendo entre ambas un ambiente de cordialidad que iba más allá de una simple amistad. Prácticamente acudíamos juntas a todas partes. A veces, incluso, me acompañaba en mis salidas nocturnas, en mis compromisos mundanos. En numerosas ocasiones fuimos juntas al Liceo para ver alguna representación. Era entonces cuando se la veía enteramente feliz, pletórica, disfrutando, dejando atrás su timidez y su melancolía para sumergirse de lleno en el espectáculo. Descubrí de esta manera, que su verdadera pasión era la música, el baile, hasta tal punto que mientras yo me dedicaba a mis prácticas de piano, ella, entre risas, danzaba a mi alrededor. Con el tiempo, un joven médico de buena familia, íntimo
amigo de mi padre, asiduo a las tertulias y los conciertos que ofrecía en el Palau,
comenzó a fijarse en Carlota, atraído, seguramente por su singular belleza.
La miraba, le sonreía, e incluso algunas veces llegaba a preguntarle alguna tontería
sin importancia, ante lo que ella, horrorizada, bajaba la vista y huía como era su
costumbre. Pero el apuesto doctor Gaspar Bosch, era también testarudo, y no queriéndose
dar por vencido, terminó hablando conmigo. Me confió que estaba enamorado de
Carlota, ante lo que yo, pese a mi poca experiencia en esos temas, quise hacerle ver que su
amor no era posible, que debido a las diferencias sociales existían numerosas trabas,
y que semejante relación, si llegaba a conocerse, podría dañar gravemente
su fama de renombrado profesional. Nada de eso parecía importarle, estaba seguro de
sus sentimientos, y de que ella, aunque nada le hubiera dicho, también le correspondía.
Me rogó encarecidamente que hablara con mi doncella, que descubriera si de verdad ella
también le amaba, y de esa manera, sin yo desearlo, pero sin hacer tampoco nada por
evitarlo, me convertí en su cómplice, en su aliada. Les encubría, les
servía de correo, entregándole a Carlota las cartas que Gaspar me daba para
ella, y viceversa. Incluso las escondíamos en mi dormitorio, utilizando para ese menester
el cajón secreto del boudoir que Gaudí había diseñado. Llegué
a enseñarle a Carlota el funcionamiento del mismo, tal era la confianza que existía
entre las dos. Un buen día, mi amiga me confesó que habían pensado en huir. Sabían que en Barcelona, donde la familia de él era muy influyente, nunca les dejarían ser felices, debido a la rígida moral que existía y a los convencionalismos mundanos. Los padres de él se opondrían sin duda a ese matrimonio, y además siempre existiría quien empañara con sus dañinos comentarios la relación. Prácticamente no les quedaba otra opción que marcharse, si es que deseaban tener un futuro juntos, pero aún necesitaban un poco más de tiempo para los preparativos. Mientras tanto, los comentarios entre el personal que trabajaba en el
palacio empezaron a hacerse notorios. Nadie conocía verdaderamente lo que estaba ocurriendo,
pero se daban cuenta de que algo extraño pasaba, de que el comportamiento de mi doncella
resultaba cuanto menos curioso, sólo era cuestión de tiempo que se supiera la
verdad. Debido al estado de nerviosismo en que se encontraba, Carlota sufrió algunos
desmayos, nada importante, pero nos darían la clave para urdir nuestro plan, el cual
nos ayudaría a ganar tiempo, antes de que pudieran marcharse definitivamente. Esta situación se prolongaría por espacio de dos semanas,
durante las cuales, los jóvenes amantes decidieron dejar de verse hasta que todo estuviera
resuelto, con el fin de no complicar más la situación. Carlota, triste y preocupada
por Gaspar, por su huida clandestina, empezó a mostrarse más desmejorada, a
perder peso, su palidez se acentuó. Mis padres, preocupados, decidieron llamar a un
médico para que la visitara, acudiendo, lógicamente, el doctor Bosch. Esto precipitó
los acontecimientos, ya que según los consejos de Gaspar, decidieron que lo mejor sería
enviar a la doncella a otra de nuestras residencias a las afueras de Barcelona, con la loable
intención de que se recuperase, desconociendo que aquello desbarataría los planes
de la pareja. No quedaba tiempo pues, debían adelantar la huída. Nada más supe de ellos hasta varios meses más tarde, cuando recibí una carta desde Argentina, donde se habían instalado. Se casaron durante la larga travesía en barco, y me participaban que estaban esperando un bebé. Me alegré de corazón por estas buenas noticias. Les escribí inmediatamente, enviándoles mis bendiciones, y aconsejada por lo que mi padre me había dicho, mandé un pequeño obsequio monetario para el futuro recién nacido. A pesar de que algunas veces nuestra correspondencia debió cruzarse mientras viajaba a ambos lados del Atlántico, todavía nos escribiríamos algunas cartas más. Nació el bebé, un varón, y al tratarse del primogénito le pusieron de nombre Gaspar, como al padre. Pasaron más de dos años... Hacia el verano de 1895, en una de las últimas misivas que recibí de mi amiga, las noticias fueron tristemente descorazonadoras; el doctor Bosch, su marido, había fallecido a causa de la tuberculosis, y Carlota se quedó nuevamente sola, casi sin dinero, en un país extraño, y prácticamente sin recursos. Le escribí inmediatamente lamentándome por las circunstancias, rogándole que no se preocupara, que le enviaría el importe para el pasaje de regreso; podía volver con nosotros, les acogeríamos con gran cariño tanto a ella como a su hijo. Sin embargo rechazó esa posibilidad. Tenía miedo de que si regresaba, la familia de su marido, los Bosch, quisieran arrebatarle al niño. Decidió quedarse en Argentina, tal y como había sido el sueño de Gaspar. Estaba convencida de que saldría adelante. Mas tarde llegué a saber que, obligada por las circunstancias, no le quedó más remedio que dejar a su pequeño al cuidado de una familia amiga, los Mateu, también emigrantes en aquel enorme país. Ambas parejas se habían conocido durante el trayecto en barco desde Barcelona, y su amistad, alimentada por la dureza de emprender una nueva vida en un país lejano, se había ido acrecentando con los años. En sus escritos me hablaba de lo bien que se habían portado estos amigos con ella, siempre dispuestos a ayudarla, a estar a su lado en los difíciles momentos que le había tocado vivir. Me refirió también el profundo dolor que sentía al tener que prescindir de su hijito, ya que el trabajo le obligaba a separarse de él; pero estaba segura de que sería por breve tiempo, pues se sentía esperanzada, y aunque estaba convencida de que lo dejaba en buenas manos, en cuanto dispusiera del dinero suficiente para establecerse, se reuniría con él. No sé exactamente como sucederían las cosas, sólo sé que el pequeño, un tiempo más tarde, regresó a España con los Mateu, adoptando el apellido de esta pareja, con el fin de evitar que los abuelos paternos estuvieran al corriente de su identidad. La familia Mateu llegaría a hacerme una visita para presentarme al niño y ante mi interés de convertirme en su tutora legal, como amiga íntima de los padres que había sido, me comunicaron que, por expreso deseo de Carlota, pensaban marchar lejos de Barcelona, con la intención de educarle hasta que madre e hijo volvieran a reunirse de nuevo. Les reiteré mi ofrecimiento, insistiendo en que podían contar con mi ayuda siempre que lo necesitaran, pero nunca más les volví a ver, ni supe nada más de ellos; tampoco del pequeño, ni de Carlota. Bueno, tal vez de Carlota sí... Un buen día, bastante tiempo después, hojeando la prensa extranjera, al volver la página, la descubrí allí. Era el anuncio de una compañía de variétès que estaban de gira por ese país. Entre las artistas, destacaba una bailarina de melancólica belleza, vestida, o desvestida más bien, a la exótica manera de una odalisca oriental. Sin duda, era ella. Se hacia llamar Alondra París, pero era Carlota Gibert, estaba segura. Intenté seguir su rastro, la busqué, pero no hubo manera, todos mis esfuerzos fueron infructuosos, no logré ningún resultado, ni supe encontrar su paradero. Después de aquello, tuve la certeza de que no volveríamos a vernos. Este sentimiento me impulsó a escribir esta historia. Recorté con cuidado la fotografía de Carlota que venía en el diario, y junto con sus cartas, hice un pequeño paquete y lo escondí todo en el cajón secreto, que no había vuelto a utilizar desde aquellos días. Me prometí a mi misma que, esta vez si, guardaría para siempre su secreto en memoria de nuestra amistad". Isabel Güell López
Así fue como me enteré de la verdadera historia de mi familia. Nunca, hasta ahora, compartí esta información con nadie, consciente de que lo mejor era dejar las cosas como estaban, dormidas, evitando que sufriera nadie más. A partir de ese momento, cuando fui consciente de este insólito descubrimiento, la frecuencia de las ensoñaciones empezó a disminuir, recuperando, poco a poco, mi natural estado de ánimo, regresando de nuevo al presente, a la normalidad...
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