Segundo premio - Categoría de Narración Corta

versión original

GEOMETRIA REGLADA

Montserrat Escartín i Gual

“ La originalidad es volver al origen ”
Antoni Gaudí

“La belleza es tan imprescindible para
vivir como el salario”

John Ruskin

“ La belleza es el resplandor de la verdad”
Antoni Gaudí

Hay quien dice que la casa Batlló tiene cuerpo de dragón y rostro de fantasma o la Pedrera, el movimiento del mar. Mirando aquella escribanía nadie habría dicho nunca que el mobiliario o los espacios cerrados poseen una magia sobrenatural; sin embargo la tienen, lo sé muy bien después de cuarenta y cinco años trabajando como anticuario. Fue mi padre quien me enseñó el oficio y amor por los objetos artísticos; pero aprender a escuchar la poesía con que hablan estos seres se lo debo a mi madre. Ahora me doy cuenta de la importancia de la lección que recibía cada noche cuando ella se sentaba sobre la cama de uno de los tres hijos y, en lugar de darnos un beso e irse, encendía toda una pirotecnia de colores con el fuego de sus palabras.

Sé bien que, en mi profesión, uno no pude enamorarse de les piezas. Superada una búsqueda detectivesca, se localiza una y, una vez autentificada, se compra con ilusión; se lleva a restaurar si es necesario; para iniciar, más tarde el largo proceso de encontrarle un comprador. Es como tener un hijo, llevarlo a vacunar contra la varicela, elegir su educación y prepararse para ser capaz de verlo marchar un buen día. A pesar de saberlo, ha habido una, de las muchas que han pasado por mis manos, de la que no me he sabido proteger. Se trata de un mueble catalán fechado en el año 1878. Descansa sobre unas finas patas de inspiración vegetal que acaban abriéndose como los dedos de una mano. Si bajo el tablero y a cada lateral, los cajones cuelgan como nidos de golondrina; en la parte posterior y alrededor de un tintero en forma de cangrejo, se levanta una estructura laberíntica formada por columnas, puertas sin cerradura y cajones que esconden un doble fondo. En la caoba rojiza de la madera destaca una cenefa geométrica de marquetería en tono beige que es una pura filigrana de ebanista.

La compré hace más de treinta años a una viuda arruinada y, desde que supe su secreto, no me he podido deshacer de ella. La señora me habló de las vicisitudes que diferentes antepasados habían sufrido para conservar aquella joya. Pese a su esforzada historia, mi oficio me ha enseñado a distinguir muy bien el coste de una obra de arte de la leyenda que sus dueños le atribuyen. En ella, por desgracia, se suele confundir valor sentimental con valor, y a mi me corresponde el triste trabajo de destruir el mito al ponerle una cifra. En este caso, yo jugaba con ventaja al saber que la pieza era obra de Antonio Gaudí. Anunciando la estética modernista que aún estaba por llegar, les patas se unían al tablero mediante paraboloides hiperbólicos . ¡Quién se habría imaginado entonces que, dos décadas más tarde, aquella forma se convertiría en rasgo distintivo de su estética! Pese a ser consciente de ello, no me interesó por el hecho de representar un proyecto único y experimental (era del dominio público que el arquitecto había diseñado pocos muebles y en el mercado del arte no circulaba ninguno), no. Si soy del todo franco, confesaré que hice un cálculo rápido del precio que podría obtener por pura deformación profesional. Pero, no. Lo que me atrajo de manera fascinadora era que había sido “su” mesa de trabajo, no el encargo para un cliente. Por este motivo decidí aguantar lo que fuera, inclusive la palabrería iluminada de una médium en trance. A pesar de mi prisa y conjurando paciencia, mucha paciencia, escuché a la viuda que me habló de las dificultades económicas que la obligaban a vender, a pesar de su deseo de conservar aquel tesoro.

Una vez extraído el primer cajón de la parte derecha, abrió la puerta que se escondía detrás. De su aguda cantinela supe que, a pesar de estar casada con un boticario, la abuela paterna había guardado allí dentro la correspondencia mantenida con un capitán inglés durante siete años. Incapaz de destruir las cartas y cuando la historia se acabó, decidí confiarlas al mismo doble fondo que ahora yo contemplaba vacío. Después de toser ligeramente, la viuda cambió de posición para poder abrir con más comodidad el cajón situado debajo. Con el dedo extendido y tembloroso, se esforzaba en indicarme el lugar donde —según dijo— su tío escondía las poesías y misivas que había ido escribiendo a una novicia durante dos años y que ella le había devuelto cuando juró los votos. Todo lo que había quedado de aquel místico noviazgo era un paquete de cartas atadas con una cinta azul. Pasados unos segundos de silencio respetuoso, escuché la narración que protegía la puerta contigua. Allí se ocultó, durante años, el diario garabateado por la progenitora de la viuda cuando era una adolescente enamoradiza y tímida. En último lugar, me impresionó el relato de una madre de familia acomodada pero malcasada, que fue feliz gracias a los hijos y a un amor loco que toda la vida mantuvo con su cocinero.

La sacerdotisa siguió hablando durante más de una hora y, de espacio en espacio, fui enterándome de unos diez casos de amantes ligados a la escribanía, dentro de la cual todo el mundo había depositado sus confidencias. Si he de ser honesto, no podría decir cuántos o cuántas, dado que no ponía nada de atención. MI pensamiento volaba hacia la fotografía de la mesa que había visto en los archivos de la cátedra Gaudí. En ella es distinguía claramente la estructura, que sostenía el peso de la parte inferior, del conjunto superior de contenedores cerrados propios de un escritorio. Ahora entendía el sentido de les palabras de Gaudí cuando la comparaba con las alforjas de un animal de carga. Lo que sí retuve fue el final del relato cuando, con unos golpecitos tendenciosos sobre la madera, la señora insistió en el misterio de aquella caja fuerte sin cerradura. Me pareció que había de decir alguna cosa y, sin valorar si venía o no a cuento, afirmé que no había ningún lugar más seguro para guardar grandes secretos que una tumba, a despecho de cualquier llave. Ella me miró con cierto menosprecio, convencida que no había entendido el sentido profundo de sus palabras y empezó a mostrarme el sistema para abrir el mueble. Era necesario apretar el tirador número siete; después, rodar hasta tres veces hacia la derecha el cangrejo del tintero, contar dos cajones, saltar los dos siguientes y empujar el tercero... Aquí, incapaz de seguirla o para abreviar aquella clase de ciencia pitagórica, le dije que me dejase intentarlo. Si como en la cábala o los jeroglíficos todo se reducía a números o trayectorias en el espacio, me gustaría resolver el misterio por mí mismo. Me reconocí curioso por naturaleza, con suficiente ingenio para solucionarlo; pero si no lo conseguía, prometí pedirle por escrito la combinación secreta. Mientras firmaba el cheque por el precio acordado, la señora cerró los ojos con actitud de pitonisa en trance y sonrió de forma imperceptible cuando le dejé el papel en la mano. La salida de aquel lugar la recuerdo con forma de terrible dolor de cabeza.

Durante un mes no pude ver la escribanía que havia dejado en el taller de un buen restaurador para que la limpiasen. Me habían asegurado que era un especialista de altos vuelos; alguien, como quien dice, acostumbrado a comer cada día en un comedor salido de les manos de Gaspar Homar o Juan Busquets. Aún me parece que la veo llegar a la galería..., brillaba como plata pulida y me quedé observando el rostro bajo el efecto de un extraño hechizo. Fue un momento inefable. Los transportistas descargaron la pieza y, una vez ubicada en mi gabinete de trabajo, me dieron la factura acompañada de una nota donde se leía: ”De quién son las histories de amor?”. Pensé que el artesano había encontrado alguna de aquellas gloriosas cartas y me sentí un poco culpable por no haber dado ningún crédito a las palabras de la viuda. Tal vez sí que existía una gramo de verdad en todo aquel fantasioso relato. Mi respuesta al restaurador fue enviarle un cheque por el importe de la factura, una carta elogiando su esmerado trabajo y un post scriptum para indicarle donde podía enviarme los documentos que hubiera localizado dentro de la pieza. Le aseguré que yo mismo, personalmente, me encargaría de remitírselos a su última propietaria; pero no recibí nada.

Fueron necesarias muchas horas de insomnio tanteando puertas y cajones para llegar a descubrir el secreto del mueble. Fue una larga noche en que me era imposible conciliar el sueño. A pesar de haber tomado un vaso de leche y estar leyendo mucho rato, no hacía más que dar vueltas bajo las sábanas; mientras, al otra lado del tabique oía la voz amortiguada de Roser hablando por teléfono. Ya hacía muchos años que mi mujer y yo dormíamos en habitaciones separadas. No es que nuestro matrimonio fuera problemático, es que nunca hubo fuegos de artificio pasional. Un noviazgo corto, las dos familias de acuerdo, tres hijos simétricamente espaciados, una fiesta para las bodas de plata y ahora, durante la cena, un: “¿Ha ido bien el trabajo hoy?” y “¿Cómo está tu madre de la artrosis?”. Quiero decir que, con los años, de la pirotecnia sólo quedaban cirios de iglesia.

Ante mi caja de Pandora, y después de tocar aquí y allá, empecé a escuchar voces. Primero, confusas y, poco a poco, más claras; hasta distinguirse las penas de una novicia, los temores de una casada debido a su amante cocinero y los sueños de una adolescente confiados en un diario. Las tonalidades eran bien diversas: algunas exaltadas, otras melancólicas; pero en todas se notaba una actitud desasosegada. Fue una experiencia impactante y aquello me atrapó para siempre. No sabría decir cómo; pero yo, que soy hombre de poca fantasía, me dejé cautivar por el juego absurdo de conocer, cada noche, un pasado anónimo. Estaba convencido que a todos aquellos espíritus —si es que lo eran— les faltaba un interlocutor mudo que legitimase lo que siempre había sido condenado al silencio de un papel, y yo estaba listo para escuchar. No sé por qué razón, cuando les hube diferenciado, me vino a la mente mi madre y toda la magia de los cuentos con que nos fascinaba cada noche. Siempre se trataba de historias de amores imposibles o relaciones secretas en las que aparecían desde princesas a cocineros. Mientras hablaba, a menudo se entretenía jugando con los cabellos de mi germana mayor, la nariz del pequeño o mi mano derecha. Me gustaba notar cómo tanteaba la piel que unía los dedos y, al acabar, decirme al oído: “Mi cisne aún no es adulto”.

No fue el día del descubrimiento, sino unas semanas más tarde, cuando decidí no vender el mueble. Si he de ser totalmente sincero, me sentía ya demasiado vinculado a él. Por eso lo hice trasladar a casa, para reservarle un lugar íntimo en mi dormitorio, justo frente a la cama. Desde entonces hasta hoy me he mantenido inflexible ante las tentadoras ofertas de fundaciones, museos o coleccionistas. No siempre ha sido fácil resistirse; pero, incluso ahora, a despecho de ser el año Gaudí y tener cada día más de una llamada, he vuelto a decir “no”. Es difícil explicar el motivo, sólo puedo decir que hay misterios que no tienen precio.

Sé que vienen cada noche y con ello ya tengo suficiente. Lo hacen poco a poco: un día es el adolescente; al día siguiente, la novicia...; sea uno, sea otro, me cuentan sus penas y, a veces, soy yo quien comparte con ellos mi angustia. Mientras les escucho, adivino que mi mujer está despierta viendo uno de sus seriales televisivos en la habitación contigua. Ante la escribanía —misteriosa como una estela funeraria— yo también procuro entender el color d'una pasión para mí desconocida. Hay noches en que, mirando aquellas patas de cigüeña, uno las manos de manera inconsciente y palpo la base de mis dedos. Al darme cuenta, puedo notar como una lágrima resbala por mi mejilla. Impotente, apago la luz y espero que algún alma me ayude a entender un último secreto. Si pudiera elegir me gustaría que fuera aquella esposa adúltera, cuya voz se parece tanto a la de mi madre.



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