El Gaudí sevillano
Carlos Mármol
El sueño íntimo de cualquier arquitecto no es construir un edificio. Es
concebir toda una ciudad. Muy pocos pueden alcanzar esta utopía. Quizás
en los planos sea posible. Sobre el papel. Pero apenas un reducidísimo grupo de
profesionales ha sido capaz de condicionar con su trabajo el devenir de ese extraño
y polisémico artefacto que resulta ser una urbe. El milagro de recibir una ciudad
hecha a lo largo de la historia -la herencia de generaciones anteriores-, reinventarla
y lograr que los habitantes posteriores a su época, los hijos, nietos y bisnietos
de los hacedores iniciales de la urbe primera, avalen su lectura. Incluso hasta el extremo
de considerarla la esencia misma del escenario en el que desarrollan sus vidas.
Gaudí es el ejemplo más recurrente de esta suerte de arquitecto. Barcelona
no sería la misma sin él aunque la Capital Condal existiera como rotunda
entidad geográfica con bastante anterioridad a sus sueños de piedra, geometría
y arena. Otros ejemplos: la Viena de Adolf Loos o de Otto Wagner. Incluso el Amsterdam
de Petrus Berlage. A Aníbal González Álvarez-Ossorio (Sevilla, 1876-1929)
le ocurre lo mismo. Es, según muchos, el arquitecto cierto de Sevilla. No el único,
claro, pero sí quien quizás consiguió configurar durante los primeros
años del pasado siglo un icono de la capital hispalense que ha quedado fijado en
el imaginario de los sevillanos como el más acorde con los cánones clásicos.
La ciudad de siempre. Sencillamente la ciudad, que diría Manuel Chaves Nogales.
Frente al modelo relativamente reciente del arquitecto que levanta espacios de la nada,
cuya función se asemeja casi a la de una especie de dios menor -Le Corbusier y
sus ciudades de la India son un ejemplo de este extremo-, Aníbal González,
el arquitecto favorito de la burguesía sevillana, de cuya muerte se cumplen hoy
75 años, recibió una urbe secular -la Sevilla que salía del siglo
XIX- y nos devolvió otra muy distinta cuando murió. Acaso mejor. En todo
caso, distinta.
Su muerte, ocurrida en mayo del 29, apenas unos pocos días después de inaugurada
la Exposición Iberoamericana a la que consagró buena parte de su talento,
revela que a su figura también le ocurrió lo que a otros grandes hombres
sevillanos: fueron capaces de enaltecer como propios los sueños ajenos aunque al
final se los robaran de las manos. La victoria tiene muchos padres, dijo el clásico.
La derrota ninguno. Hombres que hicieron su obra gracias y, paradójicamente, también
a pesar de sus propios promotores y patronos financieros.
La Expo del 29, cuyo símbolo es la obra maestra de González, una Plaza
de España que osó poner en cuestión el arquetipo de la Giralda, lo
que levantó muchas suspicacias en su época, no fue iniciativa inicial de
este arquitecto aunque evocar su nombre sea ya casi lo mismo que recordar el certamen
iberoamericano. Fue Luis Rodríguez Caso, un militar que, entre otros negocios,
tenía la Fábrica de Vidrio de la Trinidad -cuyo edificio fabril todavía
se levanta en la avenida Miraflores- el primero que lanzó la propuesta. El proyecto
cayó en manos de la red social de costumbres clientelares que, según narran
los historiadores, condicionaba la vida de Sevilla. Las crónicas de la gestación
del certamen arrojan estampas asombrosamente parecidas a la Sevilla de nuestros días.
Pero si la Exposición del 29 dejó la herencia que dejó -una nueva
ciudad abierta al Sur, ensanchada, con pretensiones monumentales hasta entonces desconocidas,
una ciudad-escenario- fue gracias a que Aníbal González resultó ser
el autor de su esqueleto urbano y diseminó en su perímetro algunos de los
edificios más importantes con los que ahora cuenta la capital hispalense para reconocerse
y, además, poder asomarse al exterior con orgullo.
Cuando en 1911 ganó el concurso de la Exposición que después, en
1926, le fuera arrebatada de las manos por José Cruz Conde, el comisario regio
nombrado por el dictador Miguel Primo de Rivera, Aníbal González, que emparentó
pronto con otras familias de arquitectos y era un hijo reconocido de la entonces naciente
burguesía sevillana -una clase cuya riqueza y cultura eran de origen agrario pero
que jugaba a convertirse en urbana-, fue una solución segura frente a las influencias
modernistas que se sucedían en otras muchas ciudades.
El debate entre modernismo y regionalismo, estilo que al final terminaría imponiéndose
en el Sur, era algo más que una mera controversia artística. Simbolizaba
el enfrentamiento entre dos mundos opuestos. Como escribió Alberto Villar Movellán,
la dicotomía entre ambas estéticas, en la Sevilla de 1907, era una "cuestión
moral". El modernismo, como precursor de las posteriores vanguardias, cuestionaba
los cánones clásicos; para algunos -según el relato de Movellán-,
"incluso al Papado". No es de extrañar que la ciudad oficial de entonces
prefiriera a un arquitecto que, según sus exégetas, había sabido
adaptar la arquitectura al clima, a los materiales y a la decoración tradicional
sevillana. Líneas clásicas -tal era su formación-, ladrillo rojo
y azulejos de Triana. En estos mimbres reposaba la base de un estilo cuyas muestras se
diseminan todavía por la ciudad pese a la destrucción de algunas obras insignes.
Se llama regionalismo.
El modernismo -con el que Aníbal González coqueteó en los primeros
años de formación y cuya herencia es la casa que construyó para Laureano
Montoto en el número 27 de la calle Alfonso XII o la actual sede del IFA, un viejo
edificio fabril situado en la calle Torneo-, el art nouveau y el liberty, los estilos
que hacían furor en la Europa previa a la guerra, quedaron como algo ajeno a la
concepción de lo sevillano, si es que este concepto existe como algo extraño
a la suma de las distintas formas de vivir la ciudad. Empezaba a construirse un canon
estético del que Sevilla todavía no ha logrado desprenderse aunque en realidad
nunca lo asumiera del todo. Tal parece el sino de la ciudad: resistirse al cambio.
La herencia de Aníbal González no está sólo en sus edificios.
También en cuestiones aparentemente anecdóticas que han transmutado en tópico.
Por ejemplo, cuando a partir de 1910 empezó a sacar a la calle la decoración
que hasta entonces permanecía oculta en el interior de los jardines de las casas
señoriales. Naranjos y azahar no eran un patrimonio popular, sino una especie de
egregio secreto. A partir de entonces, se cree que Sevilla siempre ha sido, desde su origen,
la ciudad en la que se huele la primavera, cuando -como certifican las crónicas
antiguas- la urbe hispalense era precisamente conocida en el exterior por la suciedad
y la basura que poblaba sus calles.
Con independencia de este episodio, lo cierto es que la producción arquitectónica
de Aníbal González se asocia a la clase social para la que trabajó
prácticamente a lo largo de toda su vida -las fortunas de origen rural con aspiraciones
urbanas- y que, al final de sus días, no hizo demasiado por salvar de la situación
de pobreza en la que quedó su familia tras la muerte del arquitecto. Hubo que hacer
incluso una colecta popular para comprar una casa a la familia. El arquitecto que construyó
mansiones para los Sánchez Dalp -calle Monsalves 10, hoy sede de la Junta de Andalucía-,
para los Luca de Tena -la antigua sede del BBVA de la Palmera; el panteón familiar
del cementerio de San Fernando-, joyas diminutas como la Capilla del Carmen -Puente de
Triana-, instalaciones fabriles -los edificios de la Catalana de Gas del Porvenir-, escuelas
-el grupo escolar José María del Campo, en la calle Pagés del Corro-
e incluso casas baratas -el inmueble social de la Enramadilla que ha remodelado hace apenas
unos meses el Ayuntamiento-, el urbanista que sentó las bases de lo que algunos
llaman la escenografía sevillana, que reformó la sacrosanta Plaza de la
Maestranza, que construyó la sede oficial de la organización de los maestrantes,
el hombre de quien dice la leyenda que iba por Sevilla con un guardaespaldas -sufrió
incluso un atentado en 1920- no pudo dejar a su familia siquiera un hogar. Si a los 35
años se hizo con el encargo que lo consagraría -la Plaza de España
es el símbolo de la ciudad concebida como gran teatro, fórmula aplicada
a otros muchos edificios iberoamericanos (Pabellón Real)-, contaba con el ilustre
apoyo de los próceres de la época, era responsable del mantenimiento de
joyas arquitectónicas como el edificio de la Audiencia, hoy sede de la Caja San
Fernando, diseñaba incluso las casetas del Feria del Círculo Mercantil y
concebía escaparates comerciales como el de la Familia Camino, en Francos, a los
53 murió apartado de su obra maestra y con quimeras de papel en el cajón.
Diario de Sevilla
Lunes 31 de Mayo 2004
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